La administración Bush representa ese autoritarismo neoconservador y como tal no ha prestado atención a la opinión pública, no ha jugado limpio en el seno de algunas de las instituciones multilaterales existentes y, desde luego, no ha ofrecido una discusión pública racional más allá de un canto desafinado a los valores más tradicionales disfrazados de liberalismo, una loa boba a la fuerza y un desprecio poco caritativo hacia la debilidad. Por estas razones, cuando me propusieron escribir diez líneas expresando mi reacción espontánea al inicio de las hostilidades, no dudé en titularlas con cierta pomposidad retórica como la derrota del liberalismo.
Después de que hayan pasado dos meses desde esa impresión improvisada sigo opinando, desde mi manera de pensar de economista ortodoxo (y, por lo tanto, liberal en un cierto sentido), que la decisión de intervenir en Iraq no se tomó con esa racionalidad entendible que explicita el objetivo y explora alternativas, que se pretendía una postguerra basada en instituciones de diseño sin ninguna garantía de estabilidad y que la clase media americana (en la que se plasmarían todos los defectos que se han solido achacar a la pequeña burguesía por los intelectuales de izquierda y por los poderosos de una derecha inculta) ha sido ignorada en favor de una extraña coalición entre los ricos del partido republicano y los desheredados de la fortuna a los que sólo queda el orgullo patriótico. No creo que los neoconservadores ni sus intelectuales orgánicos objetaran a mi derrota del liberalismo. Se trata de revolucionarios genuinos para los cuales no hay nada que respetar en ninguna de las múltiple versiones del liberalismo más allá de referencias puramente oportunistas.
Como profesional de la Economía, una rama del pensamiento que ha contribuido desde distintas perspectivas al entendimiento del ejercicio de la racionalidad y de la necesidad de las instituciones, y como miembro de una pequeña burguesía que quiere dejar vivir y que le dejen vivir, pretendo constituirme encontrarrevolucionario y contribuir a perfilar las líneas maestras de una plataforma política que se propone explícitamente frenar la revolución autoritaria que, desde el neoconservadurismo americano, puede extenderse peligrosamente a la derecha europea.
Para llevar a cabo esta labor contrarrevolucionaria no tengo más remedio que discutir los principales rasgos característicos del liberalismo para quedarme con aquellos que más claramente pueden ser blandidos contra las tendencias revolucionarias. Podría desde luego renegar del liberalismo acogiéndome a la doctrina tradicional de la Iglesia Católica o amparándome en cualquiera de las ideologías fuertes que, monstruos, han infestado el siglo XX a partir de la exacerbación de la razón ilustrada. Pero ni quiero ni puedo convertirme en beato o en revolucionario desfasado sino que sólo pretendo frenar una revolución autoritaria que amenaza el liberalismo en el que creo.
Pero la tarea que me impongo no es fácil pues todas las ideologías débiles entre las que hoy tenemos que navegar tienen algo de liberal. El anarquismo de Noczik, el liberalismo a la austríaca de Hayek o de Popper, al republicanismo de Petitt, el pragmatismo al día de Rorty o esa social democracia que puede tener su origen en Rawls, son todas ideas propias de pensamiento político que rozan con el pensamiento económico y que comparten, en parte, algunos rasgos propiamente liberales que ahora voy a tratar de examinar a partir de una distinción poco sutil pero útil entre, por un lado, la tradición formalista de origen descartiano y que, en economía, pasa por Walras y termina en el desarrollo pleno de la teoría del equilibrio general y, por otro lado, la tradición naturalista de origen humeano que, en economía, pasa por Marshall , entronca con los austríacos y culmina con una concepción del mercado y de la competencia más viva y dinámica que la que subyace a la teoría del equilibrio general y a la que también contribuyó Schumpeter.
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