Artículo de John Gray en Letras Libres Diciembre 2006 sobre el Progreso
[leer todo el artículo]Nuestra idea del progreso nace de una derivación laica de la escatología cristiana y del ascenso, en el Siglo XIX, de la ciencia como nueva religión oficial, que evitaría los males seculares de la humanidad. El pensador británico John Gray previene contra este tópico incrustado en nuestra conciencia moderna y repasa algunas de sus funestas consecuencias, tanto en el pasado inmediato del siglo XX, como en nuestros días.Poner en entredicho la idea de progreso a principios del siglo XXI es un poco como haber dudado de la existencia del Ser Supremo en tiempos de la reina Victoria. La reacción típica que se obtiene es de incredulidad seguida de enojo y, luego, de pánico moral. Y no es tanto que la creencia en el progreso sea inconmovible, como que nos aterroriza la idea de renunciar a ella.
La idea de progreso engloba el tener fe —pues se trata de fe, no del resultado de indagación empírica alguna— en que el avance que se ha dado en las ciencias puede repetirse en la moral y en la política. El razonamiento es el siguiente: los conocimientos científicos son acumulables. Hoy sabemos más que cualquiera de las generaciones precedentes y no hay límite aparente a lo que podamos llegar a saber en el futuro. De igual forma, podemos mejorar indefinidamente la condición humana. Así como el conocimiento sigue creciendo más allá de lo que hubiera podido soñarse en otros tiempos, la condición humana podrá ser mejor en el porvenir de lo que haya sido en cualquier otra época.
Si bien esta convicción es muy reciente, pues no existía ninguna comparable antes de que apareciera en Europa hace unos doscientos años, en nuestros días se ha vuelto una idea imprescindible. Nadie se imagina que el progreso sea algo inevitable, pero negar que sea posible sería tanto como excluir cualquier posibilidad de esperanza. En lo que se refiere a las matanzas perpetradas por el ser humano, el siglo XX ha sido el peor en toda la historia; y sin embargo —habrá de objetarse— hay que confiar en que tales horrores podrán evitarse en el futuro. ¿Cómo, si no, podríamos seguir avanzando?
El hecho de rechazar la idea misma de progreso debe antojarse desmesurado cuando no deliberadamente perverso, pero esa idea no se halla en ninguna de las religiones del mundo y se desconocía entre los filósofos de la Antigüedad. Para Aristóteles, la historia era una serie de procesos de crecimiento y decadencia, ni más ni menos que los que observamos en la vida de las plantas y de los animales. Los primeros pensadores modernos, como Maquiavelo y algunos de la Ilustración, compartían este punto de vista. David Hume creía que la historia es cíclica, con periodos de paz y libertad seguidos a intervalos regulares por guerras y tiranía. Para el gran escéptico escocés, la oscilación entre civilización y barbarie se extiende a todo lo largo de la historia de la humanidad: en la moral como en la política, el futuro no podría ser sino como el pasado. Lo mismo encontramos en Hobbes, y el propio Voltaire se inclinaba a veces a pensar así.
Esos pensadores nunca dudaron de que ciertos periodos históricos sean mejores. Ninguno de ellos se vio tentado a negar el progreso cuando éste en efecto se daba; pero jamás se les ocurrió que el fenómeno fuera continuo. Sabían que, igual que habían ocurrido antes, sobrevendrían tiempos de paz y libertad, pero creían que lo que se ganaba en una generación seguramente se perdería en otra. Juzgaban que, así en política como en moral, no había progreso, sino tan sólo alternativas de pérdidas y ganancias.
Es ésta, para mí, la lección que nos deja cualquier apreciación del porvenir de nuestra especie que no esté empañada por las esperanzas infundadas. El progreso es una ilusión, una perspectiva de la historia que responde a las necesidades del sentimiento, no de la razón. En El futuro de una ilusión, publicado en 1927, Freud argumentaba que la religión es de carácter ilusorio. Las ilusiones no son por completo falsas, pues esconden un grano de verdad. Aun así, no se las abraza por las verdades que puedan entrañar sino porque responden a la necesidad humana de significado y consuelo.
Quienes creen en el progreso han identificado una verdad fundamental de la vida contemporánea: su continua transformación bajo el influjo de la ciencia. Pero han arropado este hecho innegable con esperanzas y valores heredados de la religión. En la idea de progreso buscan lo que los deístas encontraron en la idea de la providencia: la seguridad de que la historia no necesariamente carece de sentido. Los partidarios de la posibilidad del progreso insisten en que tienen a la historia de su lado. Y se aferran a su convicción porque les permite creer que la historia puede ser algo más que un cuento contado por un idiota.
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