Tal vez lo más agudo de la erosión de la ética protestante se dé en el dominio de la planificación estratégica personal. Mi colega Michael Laskaway ha terminado hace poco un estudio comparativo de la planificación de la carrera profesional de adultos jóvenes en la década de los setenta y los de este momento. Ambos grupos son ambiciosos y tienen educación universitaria; la diferencia más llamativa entre ellos está en la orientación que dan a sus ambiciones. El grupo de la generación anterior pensaba en términos de ganancias estratégicas a largo plazo mientras que el grupo más reciente lo hace en términos de proyectos inmediatos. Para decirlo de modo más exacto, el grupo más antiguo era capaz de verbalizar objetivos, mientras que el grupo contemporáneo tiene dificultades para encontrar el lenguaje apropiado a sus impulsos. En particular, el primer grupo podía definir sus gratificaciones finales, mientras que el otro se mueve entre deseos más amorfos.
Este descubrimiento no debiera sorprendernos. En los años setenta, el pensar en términos estratégicos concordaba con la manera en que se percibían las instituciones; este modo de pensar, para un joven ambicioso, no se compadece con la manera en que las instituciones de avanzada se muestran hoy en día. El problema está en el modelo: aún cuando también hoy la gente joven entre en pirámides laborales relativamente rígidas, su punto de referencía es el módelo fluido, orientado al presente, más evocador de posibilidades que de progresos.
Aquí lo único que cuenta es la clase. Un hijo de la élite se puede permitir el lujo de la confusión estratégica; un hijo de las masas, no. Es más probable que el primero tenga más oportunidades en virtud del origen familiar y las redes educacionales; el privilegio disminuye la necesidad de trazar estrategias. Vigorosas y extensas cadenas de redes humanas permiten vivir en el presente a quienes ocupan los niveles sociales más altos; estas cadenas constituyen una red de seguridad que disminuye la necesidad de planificar estrategias a largo plazo. La nueva élite tiene, pues, menos necesidad de la ética de la gratificación diferida, pues las espesas redes proporcionan contactos informales y sensación de pertenencia con independencia de la empresa o la organización para la que se trabaje. Sin embargo, la masa tiene una red menos densa de contactos y soportes informales, razón que la hace más dependiente de las instituciones. A veces se dice que la nueva tecnología puede corregir en parte esa desigualdad, pues los salones de chat y los grupos de afinidad sustituyen la información que una persona joven necesitaría para aprovechar el momento. En el mundo del trabajo, al menos por ahora, no es este el caso. Lo que importa es la relación cara a cara. Por eso los expertos en electrónica acuden a tantas convenciones, y por eso, con más lógica aún, la gente que trabaja desde su casa, solo conectada a la oficina a través de su ordenador, queda con frecuencia fuera de las reuniones informales de discusión y toma de decisiones.
En general, cuanto más abajo se está en una organización, menos densa es la red de que se dispone y mayor la necesidad de pensamiento estratégico formal para la supervivencia de una persona. Y el pensamiento estratégico formal requiere a su vez un mapa social inteligible.
miércoles, 13 de diciembre de 2006
planificación estratégica personal
Richard Sennet en La cultura del nuevo capitalismo
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Richard Sennett
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