A propósito de empleo y desempleo, traigo aquí lo que escribe Richard Sennett en la introducción de su más reciente libro La cultura del nuevo capitalismo:
“Hace medio siglo, en los años sesenta –aquella época fabulosa del sexo libre y del libre acceso a las drogas-, los jóvenes radicales más serios lanzaron sus dardos contra las instituciones, en particular las grandes corporaciones y los grandes gobiernos, cuya magnitud, complejidad y rigidez parecían mantener aherrojados a los individuos. La Declaración de Port Huron, documento fundacional de la Nueva Izquierda en 1962, era tan severa con el socialismo de Estado como con las corporaciones multinacionales; ambos regímenes parecían prisiones burocráticas.
En parte, la historia satisfizo los deseos de los redactores de la Declaración de Port Huron. Los regímenes socialistas de planes quinquenales y control económico centralizado desaparecieron. Otro tanto ocurrió con la empresa capitalista que proveía de empleos para toda la vida y suministraba los mismos productos año tras año. Y lo mismo sucedió con las instituciones del Estado del bienestar como las encargadas de la salud y la educación, que se hicieron más flexibles en la forma y redujeron su escala. En la actualidad, la meta de los gobernantes, tal como lo fuera para los radicales de hace cincuenta años, consiste en desmontar la rígida burocracia.
Sin embargo, la historia satisfizo de manera retorcida los deseos de la Nueva Izquierda. Los insurgentes de mi juventud creían que desmantelando las instituciones lograrían producir comunidades, esto es, relaciones constantemente negociadas y renovadas, un espacio comunal en el que las personas se hicieran sensibles a las necesidades del otro. Esto, sin duda, no ocurrió.
La fragmentación de las grandes instituciones ha dejado en estado fragmentario la vida de mucha gente: los lugares en que trabajan se asemejan más a estaciones de ferrocarril que a pueblos, la vida familiar ha quedado perturbada por las exigencias del trabajo, y la migración se ha convertido en el icono de la era global, con más movimientos que asentamiento. El desmantelamiento de las instituciones no ha producido más comunidad.
Si uno tiene disposición a la nostalgia -¿y qué espíritu sensible no la tiene?-, solo encontrará en esta situación una razón más para lamentarse. Aunque los últimos cincuenta años han sido una época de creación de riqueza sin precedente, tanto en Asia y Latinoamérica como en el norte globalizado., la generación de nueva riqueza se ha producido en profunda conexión con la desarticulación de las rígidas burocracias gubernamentales y empresariales. De la misma manera, la revolución tecnológica de la última generación floreció preferentemente en instituciones con menor control centralizado. Este crecimiento tiene un precio elevado: mayor desigualdad económica y mayor inestabilidad social. No obstante, sería irracional creer que esta explosión económica nunca debió haber tenido lugar.
Es precisamente aquí donde entra en juego la cultura. Empleo el término cultura más en su sentido antropológico que artístico. ¿Qué valores y prácticas pueden mantener unida a la gente cuando se fragmentan las instituciones en que vive? A mi generación la faltó imaginación para responder a esta pregunta, para proponer las virtudes de la comunidad en pequeña escala. La comunidad no es el único medio de cohesión de una cultura; como es obvio, en una ciudad, individuos extraños entre sí habitan una cultura común incluso a pesar de no conocerse. Pero el problema de una cultura que sirve de sostén va más allá de su tamaño.
Sólo un determinado tipo de seres humanos [¿…?] es capaz de prosperar en condiciones sociales de inestabilidad y fragmentariedad. Este tipo ideal de hombre o de mujer tiene que hacer frente a tres desafíos.
El primero tiene que ver con el tiempo, pues consiste en la manera de manejar las relaciones a corto plazo, y de manejarse a sí mismo, mientras se pasa de una tarea a otra, de un empleo a otro, de un lugar a otro. Si las instituciones ya no proporcionan un marco a largo plazo, el individuo se ve obligado a improvisar el curso de su vida, o incluso a hacerlo sin una firme conciencia de sí mismo.
El segundo desafío tiene relación con el talento: como desarrollar nuevas habilidades, como explotar capacidades potenciales a medida que las demandas de la realidad cambian. Prácticamente, en la economía moderna muchas habilidades son de corta vida; en la tecnología y en las ciencias, al igual que en formas avanzadas de producción, los trabajadores necesitan reciclarse a razón de un promedio de entre cada ocho y doce años. El talento también es una cuestión de cultura. El orden social emergente milita contra la idea del trabajo artesanal, es decir, contra el aprendizaje para la realización de una sola cosa realmente bien hecha; a menudo este compromisos puede ser económicamente destructivo. En lugar de esto, la cultura moderna propone una idea de meritocracia que celebra la habilidad potencial más que los logros del pasado.
De ahí deriva el tercer desafío. Se refiere a la renuncia; es decir, a como desprenderse del pasado. Recientemente, la jefa de una dinámica empresa afirmó que en su organización nadie es dueño del puesto que ocupa y en particular que el servicio prestado en el pasado no garantiza al empleado un lugar en la institución. ¿Cómo responder positivamente a esta afirmación? Para ello se necesita un rasgo característico de la personalidad, un rasgo que descarte las experiencias vividas. Este rasgo de personalidad da un sujeto que se asemeja más al consumidor, quien siempre ávido de nuevas cosas, deja de lado bienes viejos, aunque todavía perfectamente utilizables, que al propietario afanosamente aferrado a lo que ya posee.
Mi propósito es mostrar la manera en que la sociedad busca este hombre o esta mujer ideales. Y al juzgar esta búsqueda traspasaré el ámbito de competencia del investigador. Un yo orientado al corto plazo, centrado en la capacidad potencial, con voluntad de abandonar la experiencia del pasado, es –para presentar amablemente la cuestión- un tipo de ser humano poco frecuente. La mayor parte de la gente no es así, sino que necesita un relato de vida que sirva de sostén a su existencia, se enorgullece de su habilidad para algo específico y valora las experiencias por las que ha pasado. Por tanto, el ideal cultural que se requiere en las nuevas instituciones es perjudicial para muchos de los individuos que viven en ellas.
La cultura del nuevo capitalismo. Anagrama. Colección Argumentos. Barcelona, 2006“Hace medio siglo, en los años sesenta –aquella época fabulosa del sexo libre y del libre acceso a las drogas-, los jóvenes radicales más serios lanzaron sus dardos contra las instituciones, en particular las grandes corporaciones y los grandes gobiernos, cuya magnitud, complejidad y rigidez parecían mantener aherrojados a los individuos. La Declaración de Port Huron, documento fundacional de la Nueva Izquierda en 1962, era tan severa con el socialismo de Estado como con las corporaciones multinacionales; ambos regímenes parecían prisiones burocráticas.
En parte, la historia satisfizo los deseos de los redactores de la Declaración de Port Huron. Los regímenes socialistas de planes quinquenales y control económico centralizado desaparecieron. Otro tanto ocurrió con la empresa capitalista que proveía de empleos para toda la vida y suministraba los mismos productos año tras año. Y lo mismo sucedió con las instituciones del Estado del bienestar como las encargadas de la salud y la educación, que se hicieron más flexibles en la forma y redujeron su escala. En la actualidad, la meta de los gobernantes, tal como lo fuera para los radicales de hace cincuenta años, consiste en desmontar la rígida burocracia.
Sin embargo, la historia satisfizo de manera retorcida los deseos de la Nueva Izquierda. Los insurgentes de mi juventud creían que desmantelando las instituciones lograrían producir comunidades, esto es, relaciones constantemente negociadas y renovadas, un espacio comunal en el que las personas se hicieran sensibles a las necesidades del otro. Esto, sin duda, no ocurrió.
La fragmentación de las grandes instituciones ha dejado en estado fragmentario la vida de mucha gente: los lugares en que trabajan se asemejan más a estaciones de ferrocarril que a pueblos, la vida familiar ha quedado perturbada por las exigencias del trabajo, y la migración se ha convertido en el icono de la era global, con más movimientos que asentamiento. El desmantelamiento de las instituciones no ha producido más comunidad.
Si uno tiene disposición a la nostalgia -¿y qué espíritu sensible no la tiene?-, solo encontrará en esta situación una razón más para lamentarse. Aunque los últimos cincuenta años han sido una época de creación de riqueza sin precedente, tanto en Asia y Latinoamérica como en el norte globalizado., la generación de nueva riqueza se ha producido en profunda conexión con la desarticulación de las rígidas burocracias gubernamentales y empresariales. De la misma manera, la revolución tecnológica de la última generación floreció preferentemente en instituciones con menor control centralizado. Este crecimiento tiene un precio elevado: mayor desigualdad económica y mayor inestabilidad social. No obstante, sería irracional creer que esta explosión económica nunca debió haber tenido lugar.
Es precisamente aquí donde entra en juego la cultura. Empleo el término cultura más en su sentido antropológico que artístico. ¿Qué valores y prácticas pueden mantener unida a la gente cuando se fragmentan las instituciones en que vive? A mi generación la faltó imaginación para responder a esta pregunta, para proponer las virtudes de la comunidad en pequeña escala. La comunidad no es el único medio de cohesión de una cultura; como es obvio, en una ciudad, individuos extraños entre sí habitan una cultura común incluso a pesar de no conocerse. Pero el problema de una cultura que sirve de sostén va más allá de su tamaño.
Sólo un determinado tipo de seres humanos [¿…?] es capaz de prosperar en condiciones sociales de inestabilidad y fragmentariedad. Este tipo ideal de hombre o de mujer tiene que hacer frente a tres desafíos.
El primero tiene que ver con el tiempo, pues consiste en la manera de manejar las relaciones a corto plazo, y de manejarse a sí mismo, mientras se pasa de una tarea a otra, de un empleo a otro, de un lugar a otro. Si las instituciones ya no proporcionan un marco a largo plazo, el individuo se ve obligado a improvisar el curso de su vida, o incluso a hacerlo sin una firme conciencia de sí mismo.
El segundo desafío tiene relación con el talento: como desarrollar nuevas habilidades, como explotar capacidades potenciales a medida que las demandas de la realidad cambian. Prácticamente, en la economía moderna muchas habilidades son de corta vida; en la tecnología y en las ciencias, al igual que en formas avanzadas de producción, los trabajadores necesitan reciclarse a razón de un promedio de entre cada ocho y doce años. El talento también es una cuestión de cultura. El orden social emergente milita contra la idea del trabajo artesanal, es decir, contra el aprendizaje para la realización de una sola cosa realmente bien hecha; a menudo este compromisos puede ser económicamente destructivo. En lugar de esto, la cultura moderna propone una idea de meritocracia que celebra la habilidad potencial más que los logros del pasado.
De ahí deriva el tercer desafío. Se refiere a la renuncia; es decir, a como desprenderse del pasado. Recientemente, la jefa de una dinámica empresa afirmó que en su organización nadie es dueño del puesto que ocupa y en particular que el servicio prestado en el pasado no garantiza al empleado un lugar en la institución. ¿Cómo responder positivamente a esta afirmación? Para ello se necesita un rasgo característico de la personalidad, un rasgo que descarte las experiencias vividas. Este rasgo de personalidad da un sujeto que se asemeja más al consumidor, quien siempre ávido de nuevas cosas, deja de lado bienes viejos, aunque todavía perfectamente utilizables, que al propietario afanosamente aferrado a lo que ya posee.
Mi propósito es mostrar la manera en que la sociedad busca este hombre o esta mujer ideales. Y al juzgar esta búsqueda traspasaré el ámbito de competencia del investigador. Un yo orientado al corto plazo, centrado en la capacidad potencial, con voluntad de abandonar la experiencia del pasado, es –para presentar amablemente la cuestión- un tipo de ser humano poco frecuente. La mayor parte de la gente no es así, sino que necesita un relato de vida que sirva de sostén a su existencia, se enorgullece de su habilidad para algo específico y valora las experiencias por las que ha pasado. Por tanto, el ideal cultural que se requiere en las nuevas instituciones es perjudicial para muchos de los individuos que viven en ellas.
Richard Sennett es sociólogo y profesor de la London School of Economics, es autor de los ensayos La corrosión del carácter y El respeto, publicados también por Anagrama.
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