Escribe Paolo Flores d´Arcais en El soberano y el disidente
"La mentira soberana excluye la soberanía del ciudadano, y viceversa; la censura o la manipulación ya la frustran parcial, progresiva e irresistiblemente. No es un azar que sean los totalitarismos los que practican la mentira sistemática, el control no solo de las opiniones sino de los mismos hechos: reescriben la historia incesantemente. Para garantizarse el poder sobre el futuro, deben ejercer un dominio total sobre el pasado. Necesitan fabricar los acontecimientos a su imagen y semejanza, aunque nunca hayan ocurrido o hayan ocurrido de forma diferente. Es lógico, naturalmente, el totalitarismo ve en el individuo autónomo una amenaza, en el ciudadano libre una amenaza, en el disidente a un traidor; para la democracia, en cambio, son su sal y su fundamento.
Así pues, la aniquilación de la verdad de hecho y la anulación de la democracia caminan al mismo ritmo. Constituyen dos indicadores recíprocos y convergentes. Libertades Públicas y mentira política circulan de forma inversamente proporcional. Diría aún más: el grado de tolerancia con respecto a la mentira del poder, y de adaptación con respecto al poder de la mentira, es un indicador barométrico absolutamente correcto de eclipse de democracia. Mide, con la exactitud de un especiero, hasta que punto se encuentra ya en peligro, hasta que punto renuncia a ocuparse de si misma.
No es fácil aceptar la evidencia de este recorrido lógico. De hecho en el pensamiento político siempre se ha dado por descontado que la mentira del poder (pero también de la sublevación) puede ser virtud. Sin embargo, esto solo vale antes de la democracia.
La mentira se justificaba como instrumento de guerra: al enemigo no se le debía la verdad, justamente porque era el enemigo. En cambio, si se le debe al ciudadano, a no ser que se considere enemigo; en este caso no solo la democracia se hundiría en la contradicción terminológica, sino en la disolución de acto. Así pues, el poder que miente es un poder que, literalmente, se ha convertido en hostis del ciudadano: lo considera enemigo porque desea que sea súbdito. El gobierno que miente es enemigo de la democracia, aunque haya sido elegido democráticamente.
Asumamos, entonces, la valentía de la lógica: si la democracia es poder compartido entre individuos que eligen con conocimiento de causa, cualquier manipulación de las verdades de hecho es una extorsión de la soberanía, una exclusión de la decisión, una amputación del DEMOS, y una destrucción de su KRATIA. No hay escapatoria posible. Para evitar la moralidad silogísticamente ineludible de este realismo político, el filisteo solo puede evocar a Pilatos: pero ¿Qué significa mentira?
Prescindamos de toda metafísica de la verdad. Para ello deberemos recorrer la historia completa del pensamiento, y no solo del occidental. Y despidámonos definitivamente de cualquier verdad absoluta, mayúscula e imaginaria. No trataremos de la verdad ni siquiera desde el punto de vista de las ciencias, geométricas o empíricas. Solo nos vamos a centrar en las modestísimas verdades de hecho que, lo queramos o no, estamos obligados a presuponer como la trama objetiva de nuestra existencia cotidiana. Si decimos que hay tormenta o que brilla el sol, cada persona comprende los hechos alternativos que queremos comunicar. Si este grado mínimo de realidad también fuese interpretación, arbitraria y controvertible, no lograríamos comunicar nada ni, por tanto, lograríamos orientarnos entre las cosas: no podríamos “estar” en el mundo. El “Homo sapiens sapiens” se habría extinguido en el momento mismo de su nacimiento".
Así pues, la aniquilación de la verdad de hecho y la anulación de la democracia caminan al mismo ritmo. Constituyen dos indicadores recíprocos y convergentes. Libertades Públicas y mentira política circulan de forma inversamente proporcional. Diría aún más: el grado de tolerancia con respecto a la mentira del poder, y de adaptación con respecto al poder de la mentira, es un indicador barométrico absolutamente correcto de eclipse de democracia. Mide, con la exactitud de un especiero, hasta que punto se encuentra ya en peligro, hasta que punto renuncia a ocuparse de si misma.
No es fácil aceptar la evidencia de este recorrido lógico. De hecho en el pensamiento político siempre se ha dado por descontado que la mentira del poder (pero también de la sublevación) puede ser virtud. Sin embargo, esto solo vale antes de la democracia.
La mentira se justificaba como instrumento de guerra: al enemigo no se le debía la verdad, justamente porque era el enemigo. En cambio, si se le debe al ciudadano, a no ser que se considere enemigo; en este caso no solo la democracia se hundiría en la contradicción terminológica, sino en la disolución de acto. Así pues, el poder que miente es un poder que, literalmente, se ha convertido en hostis del ciudadano: lo considera enemigo porque desea que sea súbdito. El gobierno que miente es enemigo de la democracia, aunque haya sido elegido democráticamente.
Asumamos, entonces, la valentía de la lógica: si la democracia es poder compartido entre individuos que eligen con conocimiento de causa, cualquier manipulación de las verdades de hecho es una extorsión de la soberanía, una exclusión de la decisión, una amputación del DEMOS, y una destrucción de su KRATIA. No hay escapatoria posible. Para evitar la moralidad silogísticamente ineludible de este realismo político, el filisteo solo puede evocar a Pilatos: pero ¿Qué significa mentira?
Prescindamos de toda metafísica de la verdad. Para ello deberemos recorrer la historia completa del pensamiento, y no solo del occidental. Y despidámonos definitivamente de cualquier verdad absoluta, mayúscula e imaginaria. No trataremos de la verdad ni siquiera desde el punto de vista de las ciencias, geométricas o empíricas. Solo nos vamos a centrar en las modestísimas verdades de hecho que, lo queramos o no, estamos obligados a presuponer como la trama objetiva de nuestra existencia cotidiana. Si decimos que hay tormenta o que brilla el sol, cada persona comprende los hechos alternativos que queremos comunicar. Si este grado mínimo de realidad también fuese interpretación, arbitraria y controvertible, no lograríamos comunicar nada ni, por tanto, lograríamos orientarnos entre las cosas: no podríamos “estar” en el mundo. El “Homo sapiens sapiens” se habría extinguido en el momento mismo de su nacimiento".
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