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Bauman es el sociólogo de referencia hoy, y parece decidido a no dejar pasar su oportunidad: este es el sexto libro consecutivo en que cuenta lo mismo. Va tan rápido que no tiene tiempo para revisar los originales. No sólo repite los ejemplos, los contextos que analiza, los autores y los argumentos que comenta sino además las citas (véase la misma frase de Sennett citada dos veces, tal cual, en las páginas 76 y 174 de este libro). Igual que sus antecesores, su éxito estriba en unas pocas consignas de gran pregnancia mediática y en su mirada pícara y perspicaz sobre muchas costumbres contemporáneas. Tiene a su favor la esencial extraterritorialidad que es propia de la condición judía que detenta –el punto de vista de ningún lugar– y proceder de la Polonia del Este. Es un emigrado que nunca se ha sentido del todo cómodo en la capitalista Inglaterra, su patria de adopción. Un socialista desengañado, pero socialista al fin. Un perfecto francotirador (si se me perdona el símil gastado).
Su mayor acierto ha sido dar con un estado social y describirlo con una metáfora mágica, lo líquido, que sintetiza una pauta de vida muy conocida: la precariedad (en el trabajo, en las relaciones amorosas, en la propiedad, en el valor de las cosas), relacionada con la ingente producción de desechos humanos e industriales, la inseguridad (de las personas, de las comunidades frente a los cambios naturales y las plagas, y frente al terrorismo) y la vertiginosa motilidad de la actual sociedad capitalista epítome de nuestro nomadismo creciente: millones de personas que al trasladarse de un lugar al otro del planeta, se derraman, acicateadas por el sistema del turismo y los medios globalizados y el alcance global del capitalismo. Son los mismos signos que Marshall Berman recogía en la frase de Marx (“Todo lo sólido se desvanece en el aire”). Para Bauman todo esto equivale a una licuefacción de lo real, que se te escapa entre los dedos de la mano o se evapora como el sudor en una noche de verano. Lo mismo que la levedaddel Ser de Kundera. Hace algunos años Virilio había usado la idea de la velocidad para describir el fenómeno. Bauman describe la transición de sólido a líquido con signos contundentes: si antaño teníamos bienes raíces, principios, profesiones, expectativas de vida, matrimonios “hasta que la muerte nos separe”, valores trascendentes o tradicionales, ahora aceptamos todo lo contrario: trabajos-basura, relaciones de quita-y-pon, pensamientos prêt-a-porter, ideas, valores, gustos, hablas y filiaciones fútiles, tan intrascendentes e irrelevantes como una T-shirt. Toda nuestra cultura está destinada a administrar esa precariedad consustancial al consumo, esa cotidianeidad del riesgo puesto que todo, absolutamente todo, tiene fecha de caducidad. Ni siquiera se salvan los númenes. Tras una cultura de mártires hemos pasado a otra de héroes y ahora estamos en una cultura de celebridades; y éstas, como sabemos, son dioses mortales. El anhelo de identidad –nacional, de género, de minoría– no es tanto la respuesta a la globalización como la necesidad de que, en el vértigo torrencial del consumo que arrastra todo a su paso, algo quede de tangible, de perdurable y reconocible.
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