De un artículo publicado el 21 de Abril de 2003 -hoy hace cuatro años- en New Statesman por John Gray, y publicado en su libro Contra el progreso y otras ilusiones:
Cuando Donald Ramsfeld declaró que la paz sólo podría alcanzarse mediante una rendición incondicional, hizo público y notorio un defecto crucial en el modo de pensar de la administración Bush a propósito de la guerra en Irak. Si se destruye el régimen de Sadam Husein, no quedará autoridad alguna en el país con el poder suficiente para garantizar la rendición. Se ha sustituido el Estado policial moderno allí existente por una situación de anarquía premoderna. Como en otros Estados fallidos ( véase el caso de Afganistán), el Irak de la posguerra será escenario durante las generaciones venideras de una actividad bélica no convencional.
La realidad es que la guerra no ha terminado, sino que ha entrado en una nueva fase. Los supuestos libertadores de Irak son ahora el blanco de una resistencia guerrillera de estilo checheno formada por sectores diversos de la variada (e internamente dividida población iraquí). Al mismo tiempo, y en ausencia de ninguna otra opción alternativa dotada de legitimidad internacional, son las fuerzas ocupantes las que se espera que mantengan la paz, una labor de una dificultad imponente que resulta casi imposible ante la declarada insuficiencia de efectivos humanos para llevarla a cabo. En una zona sin Estado como es el actual Irak, sólo las fuerzas británicas y estadounidenses pueden garantizar un cierto atisbo de orden, pero han sido equipadas solamente para una guerra breve y no para el prolongado período de gobierno neocolonial que parece presentarse ahora como única forma de mantener la anarquía bajo control.
Aunque resultaba totalmente previsible, el caos del Irak de la posguerra no figuraba en ningún punto de los planes de los ideólogos que ingeniaron la guerra. Los neo-cons de la dirección civil del Pentágono consideraron la contienda como un conflicto entre dos estados: la megapotencia militar mundial frente a una tiranía maltrecha que se había quedado sin recursos tras doce años de sanciones y bombardeos. Era evidente que de tal conflicto sólo podía salir un resultado. Pero los neo-con respiraban un ambiente de desenfranado optimismo en torno a la situación de Irak posterior a la guerra. implantar los más elementales rudimentos de un gobierno en medio de tal caos presenta, sin embargo, dificultades casi irresolubles.
No sólo carecen las fuerzas ocupantes de un mandato claro del derecho internacional y son vistas como invasoras en todo el mundo árabe, sino que los objetivos estratégicos y las reglas de combate de las tropas estadounidenses y británicas resultan vagos e incoherentes. ¿Por qué están allí? ¿Para buscar y desactivar armas de destrucción masiva, como nos repitió sin cesar Tony Blair hasta el momento mismo de iniciarse la guerra? ¿Para sustituir una desagradable tiranía por una forma u otra de democracia, como el propio Blair y el presidente Bush nos dicen ahora? ¿O acaso la invasión y ocupación de Irak no es más que el primero de una serie de cambios de régimen destinados a rehacer el mundo a imagen y semejanza de Estados Unidos, como diversos ideólogos neo-con, con poderosos amigos en la administración Bush, han afirmado reiteradamente?
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