Castoriadis rumió una y otra vez los mismos temas fundamentales, los mismos motivos esenciales: la voluntad de autonomía, la democracia ateniense, la imaginación creadora, Freud, la revolución húngara de 1956, Aristóteles, Mayo del 68, etc. En efecto, ¿por qué habría debido gastar un segundo de su tiempo inmiscuyéndose en alguna de las mil polémicas autorreferenciales entre capillas académicas o corrientes de moda en lugar de dedicarse plenamente a elucidar las exigencias más profundas que han atravesado las luchas revolucionarias desde hace dos siglos? ¿Acaso hay alguna tarea filosófica o política más urgente, inmensa y apasionante que la de librarse de todas las humillantes tutelas (psíquicas y materiales) que mantienen a los seres humanos en una eterna minoría de edad?
¡Y qué cantidad de paja apartaba Castoriadis al pasar por ese camino, demasiado preocupado siempre por el grano más duro de la historia del pensamiento como para hacerlo cortésmente! ¡Qué cantidad de nubarrones teóricos impuestos por atmósferas poco saludables se disipaban inmediatamente cuando el pensamiento de Castoriadis brillaba con su luz habitual! El nubarrón del marxismo ortodoxo impuesto por la atmósfera estalinista, el nubarrón del postmodernismo y el pensamiento débil impuesto por el neoliberalismo, etc. En definitiva, todos los nubarrones que pretendían velar de una vez y para siempre la cuestión de la verdad en el ámbito de la sociedad y la historia (decretando zanjada la cuestión por imposible o ya resuelta).
El pensamiento de Castoriadis estuvo siempre animado por una pasión: ser el desarrollo y la prolongación teórica de la experiencia que hacen los hombres y las mujeres que buscan dignidad y autonomía diariamente. Y tuvo la inmensa suerte de ver cómo los muros de París (y algunos otros sitios) amanecieron un día de la primavera del año 68 tatuados de consignas extraídas directamente de la legendaria revista que dirigía, Socialismo o Barbarie. La aspiración más alta del pensamiento, “hacerse cargo de la totalidad de lo pensable”, coincide así necesariamente en Castoriadis con la humildad intelectual más franca: no es en los libros donde se encontrarán las respuestas a los problemas histórico-sociales, sino en la creación efectiva de formas y sentidos en y por la actividad humana, en la creatividad de la historia. La mismas formas de mirar, los paradigmas teóricos, nacen en y por la imaginación creadora de la gente.
Chesterton decía que para soportar los excesos de Dickens tendríamos que entender, siquiera en parte, su “hilaridad ilimitada y […] suprema confianza en los hombres”. Ocurre lo mismo con Castoriadis: para entender sus excesos (por ejemplo, sus mayúsculos desprecios o bien su ahínco obstinado en la posibilidad revolucionaria), hay que entender la suprema confianza que ponía en la imaginación creadora del ser humano como abridora de mundos y la risa infinita que le provocaban los callejones sin salida a los que conduce la asunción resignada de las ideas dominantes.
jueves, 5 de abril de 2007
sobre Castoriadis
Etiquetas:
Cornelius Castoriadis,
democracia
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