Una de los mitos más engañosos de la revolución francesa es el del ciudadano. Lo sustantivo es el hombre libre y la ciudadanía es adjetiva. Si no hay hombres libres, con libertad política, ser ciudadano es una ficción. En la Unión Soviética por ejemplo todos eran ciudadanos pero no había hombres libres. La revolución hizo en cambio suyo el mítico ciudadano de Rousseau, una mezcolanza del polités (ciudadano) de las pequeñas ciudades griegas de la antigüedad clásica, y el creyente de la Iglesia calvinista -de la comunidad calvinista-, de su Ginebra natal, y la ciudadanía pasó a ser lo sustantivo en lugar de la libertad política.
En Grecia la ciudadanía era un derecho de la minoría de hombres libres que podían participar en la formación de la voluntad y la razón común de la ciudad, en los asuntos públicos, como electores y candidatos a las diversas magistraturas. El creyente calvinista era el miembro de una comunidad religiosa –las Iglesias cristianas son comunidades- en la que participaba por razón de fe, y en este sentido desinteresadamente y en conciencia, no por razón de intereses. El citoyen inventado por la revolución francesa anteponía desinteresadamente los intereses públicos de la Nación Política, concebida como una comunidad emocional, a los privados.
Esta forma de la nación, inventada por la revolución, sustituía a la Nación Histórica como un fetiche en torno al cual giraba todo y se agrupaban con fervor religioso los ciudadanos: el nacionalismo. La Nación Política, una creación de las oligarquías, sustituía así al monarca como titular de la soberanía. El soberano era ahora el pueblo como una masa de creyentes laicos –la voluntad general- dirigida por los oligarcas, que se organizaron en seguida en partidos. Fue la primera forma del consenso político oligárquico legitimado por los votos de los ciudadanos.
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