Que Rajoy es infinitamente superior a Zapatero, es obvio. Es lo único que ha quedado claro en el debate. Que los dos son la punta de lanza del consenso, no lo sabe casi nadie. Del consenso se habla mucho. Continuamente hablan de él los mismos partidos, pero nadie sabe en qué consiste. Sin embargo, también ha quedado claro que el consenso –la suma de los intereses oligárquicos, entre ellos los de los partidos- tiene su lógica y reparte los papeles. Hace más de treinta años, la política española es un tejemaneje dentro de las líneas marcadas por el consenso. Pero la anestesiada sociedad española es incapaz de comprenderlo y romperlo. A pesar de ser agredida todos los días por el consenso, sigue creyendo en la autenticidad de los debates entre sus representantes. En el último, hasta se fijaron formalmente sus condiciones y se estrecharon los límites, como si el consenso, seguro de sí mismo, se contrajese narcisistamente a sí mismo despreciando al resto. Ya ni se molesta en disimularlo.
El consenso político vigente sustituye al natural consenso social, al sentimiento de la pertenencia común a una Nación. Pero casi todo el mundo cree verse reflejado en el consenso oligocrático de una minoría cuya representación política coram populum, de cara al pueblo, corresponde a los partidos. Quizá sea alta la abstención; pero habrá una masa de votantes crédulos y domesticados que votarán las listas que confeccionan los jefes de los partidos.
El consenso social, fruto de la historia, que da a la nación la consistencia de una roca, es lo que hace que una nación sea una nación, esta nación, con sus virtudes y sus defectos y no otra, y menos una nación inventada como pretende el vigente consenso político, a gusto de los partidos es decir, de los intereses oligárquicos. Aquel es el consenso en que se asienta un sentimiento de nación sano, el de la Nación Histórica, consenso que no es “nacionalista” sino nacional. El consenso social no es un “proyecto” de nación, sino la nación misma, lo que la constituye, su esencia. En este sentido, alguien definió la política como la custodia de una manera de vivir. La política espuria, la antipolítica, es en cambio la que impone al pueblo la manera de vivir. La política auténtica defiende a la sociedad. Su finalidad consiste en mejorar la convivencia de acuerdo con la auténtica opinión del pueblo.
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