Las primeras páginas de los periódicos vienen estos días plagadas de fotografías con carteles del Rey ardiendo. Son grupos de 30, puede que 40, pongamos que 100 revoltosos, generalmente radicales y antisistema, que parecen decididos a seguir con las hogueras, conscientes del privilegio que supone saber que nunca tan pocos tuvieron en jaque a tantos. Pero, ¿puede la conducta de 45 personas volver del revés la vida de 45 millones? Tan radical y deslumbrante anomalía explica a las claras que ese no es el problema, sino apenas una anécdota, la excusa que evidencia un mal mucho más profundo, de más calado, cual es la crisis del Sistema, o si se quiere de la Monarquía restaurada en 1975 que pactó el otorgamiento de la Constitución de 1978.
El pacto en torno a la Corona entre la derecha, el partido socialista y los nacionalismos catalán y vasco que alumbró esa Constitución ha quedado muy en entredicho, si no roto, a cuenta de la aprobación del nuevo Estatuto de Cataluña –en contra del partido que representa grosso modo al 40% del electorado-, y por el reciente envite lanzado por Ibarretxe anunciando la celebración de un referéndum, decisión que el español menos avisado ha entendido en su exacta dimensión: como un paso más hacia la independencia del País Vasco, un viaje que tiene su estación término a la vista, pues los plazos se han acortado de forma vertiginosa en esta Legislatura por culpa de un presidente del Gobierno que alegremente decidió hace 4 años colocarse al frente del batallón de derribos del Sistema.
Si la Constitución del 78 pretendía transmitir la idea de que la Corona, a pesar de su arcaísmo, tenía el valor instrumental de garantizar la unidad de la nación española y ésta amenaza quiebra, es evidente que corre el riesgo de perder su primera y quizá única razón de ser para millones de españoles. La Monarquía está, pues, en crisis, porque lo anormal sería que con el Régimen salido de la Transición en plena convulsión, la guinda que corona la tarta constitucional permaneciera al margen en una especie de idílico nirvana. Este es el problema de fondo que la quema de retratos del Monarca y de banderas españolas está poniendo en evidencia.
El problema se agrava porque la Corona se halla indefensa para enfrentar esta deriva e intentar al menos un cambio de rumbo con argumentos de prestigio. Monarquía inerme, que ahora paga los excesos, fundamentalmente dinerarios, cometidos durante años por el titular de la institución. Un Rey sin autoritas, virtud que en este caso nada tiene que ver con el aura casi sagrada que Hannah Arendt otorgaba al término, sino con el pedestre refrán que aconseja al hombre público predicar con el ejemplo. “En esta legislatura al menos en un par de ocasiones se le ha pedido que dijera algo, que saliera a la palestra para emitir opinión”, aseguraba en privado este mismo mes un destacado líder del PP, “y la respuesta, alarmada, fue siempre la misma: ¡No puedo, no puedo hablar, me tienen maniatado!”.
Excesos más o menos veniales
Amordazado por Zapatero, como amordazado estuvo por Aznar. Porque es imposible esconder bajo la alfombra el resultado de más de 30 años de excesos. Su implicación, más o menos venial, en operaciones económicas sigue siendo una constante, caso de la toma de Endesa por parte de Enel o del establecimiento de una fábrica de celulosa en Uruguay por parte de ENCE, compañía de la que es importante accionista su íntimo amigo Alberto Alcocer. Las embestidas mediáticas que asolan la imagen de la familia real británica apenas rozan la figura de Isabel II, cuya fortuna es conocida desde sus orígenes. Nada se sabe de la del Rey Juan Carlos, salvo lo que dicen las revistas extranjeras dedicadas a este tipo de rankings. La Monarquía británica paga impuestos, cosa que no hace la española. Hay, pues, un déficit democrático evidente en el funcionamiento de la institución y en los comportamiento de la persona que ocupa el vértice de nuestro sistema constitucional.
A ese déficit democrático se ha unido un clamoroso déficit de gestión de la imagen del Monarca por parte de La Zarzuela o, si quieren, de la Casa del Rey. A su manera, Sabino Fernández Campo intentó realizar esa gestión, y con notable éxito, que incluía una discreta vigilancia sobre el entorno –les amitiés dangereuses- y los comportamientos del titular de la Corona. Nada se ha hecho desde su salida de palacio. Las jefaturas de Fernando Almansa y de su sucesor, Alberto Aza, han resultado dos completos desastres, como corresponde a dos pesos ligeros. Sólo así se entiende un dislate como el cometido en Oviedo por el Monarca, ensalzando lui-même el papel estelar de la Institución en estos años. Si nadie me defiende, me defenderé yo mismo. De modo que el Rey parece haber vivido estos últimos años en un plácido sueño hedonista, del que ha sido despertado con estrépito de cristales rotos por los revoltosos que queman su retrato en la plaza de la Armería.
Del tabú a la indiferencia
El cuestionamiento de la Monarquía por parte de una minoría despide, y esto es quizá lo más desasosegante de la situación, un halo de intranquilidad y miedo colectivo que actúa como reflejo condicionado de una sociedad que continúa atenazada por el miedo a manifestarse con libertad sobre determinadas cuestiones, ergo de una democracia que 32 años después de la muerte de Franco sigue sin alcanzar su madurez. Hablar y criticar al Rey sigue siendo un tema tabú. Sobre un famoso locutor de radio que ha osado hablar de “abdicación” han caído estos días todas las plagas de Egipto. Sólo cabe el halago cortesano, materia en la que son expertos algunos profesionales de la lisonja en busca de marquesados.
Por duro que resulte admitirlo, la realidad es que la Monarquía se asienta hoy en España sobre la legitimidad de la indiferencia, de modo que la Institución se mantendrá en pie mientras la gente del común siga viviendo de espaldas al problema. ¿Significa la quema de fotos que esa indiferencia empieza a dar paso a un movimiento de más calado? Al fin y al cabo, las Monarquías suelen caer por la fuerza de los movimientos populares en la calle. Ni un sólo dato, sin embargo, permite afirmar ahora que algo de eso esté ocurriendo en España. Fundamentalmente porque esa indiferencia se asienta firmemente sobre el miedo a lo desconocido, y sobre la percepción general de que, con el problema territorial abierto en canal por culpa de los nacionalismos, abrir ahora el melón monárquico sería lo más parecido a un suicidio colectivo, una irresponsabilidad que pondría en riesgo la paz y prosperidad de los españoles.
Pero este sentimiento no debería ser disculpa capaz de evitar la obligación que tiene nuestra clase política de poner, cuanto antes mejor, manos a la obra para, dentro de la normalidad, abordar un nuevo proceso constituyente capaz de repensar España. Los españoles necesitamos ir al psicólogo 32 años después del fin de la dictadura. Abordar una reforma constitucional capaz de cerrar de una vez el Capítulo VIII (“De la Organización Territorial del Estado”). No es posible que un partido con 36.000 afiliados (PNV) pueda mediatizar al vida política de 45 millones. Y devolver a ese Estado determinadas competencias –esenciales para garantizar la solidaridad entre españoles- que nunca debió perder. Repensar, incluso, el papel institucional de la Monarquía (¿debe seguir siendo el Rey el jefe supremo del Ejército?). Y tantas cosas más. Ninguna reforma de este calado será posible sin un gran pacto entre los dos grandes partidos nacionales. La situación exige inteligencia, no vísceras, y desde luego esos “hombres dotados de talento” a cuya ausencia atribuía el citado Ortega y Gasset la “desventura de España”.
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