Cuando Rodríguez Zapatero, todavía en fase de crisálida, era conocido como Bambi o como Sosomán, uno de los barones socialistas, el vaticanista gallego Paco Vázquez dijo en voz alta que Zapatero se rodeaba de malas compañías. Se refería a Maragall, ese personaje atípico y de difícil comprensión que llenaba la cabeza del líder con expresiones tan fantásticas como federalismo asimétrico. Sin duda, en un partido socialista tributario del ordeno y mando guerrista, Maragall era una mala compañía que, a su vez, se rodeaba de compañías todavía peores.
Maragall fue una perita en dulce en aquellos gloriosos días en los que el PSOE continuaba en la oposición. Pero, con Zapatero en la Moncloa, Maragall y sus amigos de ERC empezaron a ser una piedra en el zapato del Zapatero. Había que soltar lastre. "Gracias, Pasqual, por los servicios prestados y por haber hecho de masovero de la finca socialista catalana. Se acabó la diversión. La comuna de izquierdas ha dejado demasiados cristales rotos. Ahora ha llegado el momento de que los señores de siempre vuelvan a ocupar la casa de la pérgola y el tenis. Orden y estabilidad".
Y en el día siguiente la gente tiene derecho a preguntarse si para este viaje hacían falta tantas alforjas. Antes Catalunya tenía un presidente con cara y ojos llamado Maragall, un Estatut complicado, un permanente tira y afloja con ERC y una buena política social oculta, eso sí, por los crujidos del tripartito. Y ahora, ¿a qué aspira el PSC? A un presidente debilitado, a un Estatut bombardeado con recursos de inconstitucionalidad por tierra, mar y aire, a una ERC más ávida que nunca y a preguntarse de qué manera se pueden perder 240.000 votos por deméritos propios. Todo ello, claro, con Maragall partiéndose de la risa en el museo y con Montilla tostándose en la parrilla en la que le colocó ese maestro de barbacoas dominicales llamado Zapatero. No era Maragall la mala compañía del socialismo español. La mala compañía es la volubilidad del Bambi asustadizo que ha demostrado ser Zapatero, dispuesto a sacrificar el difícil encaje de bolillos del socialismo catalán solo para no ver carcomidas sus posibilidades de reelección.
Es evidente que la política de hoy ya no se entiende. Cuando desde el Gobierno se pierden 240.000 votos, no se puede hacer ver que no se ve. Alguien ha de dar un paso al frente y decir "la culpa es mía", a la manera de Almunia o de Jospin. En el PSC, y también en CiU. Porque nadie, ni siquiera los catalanes, somos capaces de describir la Catalunya real. CiU confunde la totalidad de este país con sus votantes. Los socialistas confundían hasta ayer la abstención con la partida de nacimiento del candidato, convencidos de que los votos del 11-M eran para siempre. Ya nada es para siempre en Catalunya. Y a fuerza de no querer ver ni escuchar otra cosa que sus propias ensoñaciones, políticos y no pocos periodistas, llegaron a menospreciar esa Catalunya no nacionalista que desde hace años circula subterráneamente entre Babel y Vidal Quadras, entre el antisistema y la mentira, una Catalunya engendrada por el pujolismo y que ahora, paradójicamente, le ha pasado factura ni más ni menos que a Montilla.
Catalunya era un bonito recipiente cuyo tapón dependía de una única persona que decidía quién merecía estar en él. Hoy Catalunya ya no es un continente, sino un contenido. Hará bien Zapatero en no imponer fórmulas incomprensibles para el votante que hoy siente el dolor de volver a ser esperanza de nada.
Maragall fue una perita en dulce en aquellos gloriosos días en los que el PSOE continuaba en la oposición. Pero, con Zapatero en la Moncloa, Maragall y sus amigos de ERC empezaron a ser una piedra en el zapato del Zapatero. Había que soltar lastre. "Gracias, Pasqual, por los servicios prestados y por haber hecho de masovero de la finca socialista catalana. Se acabó la diversión. La comuna de izquierdas ha dejado demasiados cristales rotos. Ahora ha llegado el momento de que los señores de siempre vuelvan a ocupar la casa de la pérgola y el tenis. Orden y estabilidad".
Y en el día siguiente la gente tiene derecho a preguntarse si para este viaje hacían falta tantas alforjas. Antes Catalunya tenía un presidente con cara y ojos llamado Maragall, un Estatut complicado, un permanente tira y afloja con ERC y una buena política social oculta, eso sí, por los crujidos del tripartito. Y ahora, ¿a qué aspira el PSC? A un presidente debilitado, a un Estatut bombardeado con recursos de inconstitucionalidad por tierra, mar y aire, a una ERC más ávida que nunca y a preguntarse de qué manera se pueden perder 240.000 votos por deméritos propios. Todo ello, claro, con Maragall partiéndose de la risa en el museo y con Montilla tostándose en la parrilla en la que le colocó ese maestro de barbacoas dominicales llamado Zapatero. No era Maragall la mala compañía del socialismo español. La mala compañía es la volubilidad del Bambi asustadizo que ha demostrado ser Zapatero, dispuesto a sacrificar el difícil encaje de bolillos del socialismo catalán solo para no ver carcomidas sus posibilidades de reelección.
Es evidente que la política de hoy ya no se entiende. Cuando desde el Gobierno se pierden 240.000 votos, no se puede hacer ver que no se ve. Alguien ha de dar un paso al frente y decir "la culpa es mía", a la manera de Almunia o de Jospin. En el PSC, y también en CiU. Porque nadie, ni siquiera los catalanes, somos capaces de describir la Catalunya real. CiU confunde la totalidad de este país con sus votantes. Los socialistas confundían hasta ayer la abstención con la partida de nacimiento del candidato, convencidos de que los votos del 11-M eran para siempre. Ya nada es para siempre en Catalunya. Y a fuerza de no querer ver ni escuchar otra cosa que sus propias ensoñaciones, políticos y no pocos periodistas, llegaron a menospreciar esa Catalunya no nacionalista que desde hace años circula subterráneamente entre Babel y Vidal Quadras, entre el antisistema y la mentira, una Catalunya engendrada por el pujolismo y que ahora, paradójicamente, le ha pasado factura ni más ni menos que a Montilla.
Catalunya era un bonito recipiente cuyo tapón dependía de una única persona que decidía quién merecía estar en él. Hoy Catalunya ya no es un continente, sino un contenido. Hará bien Zapatero en no imponer fórmulas incomprensibles para el votante que hoy siente el dolor de volver a ser esperanza de nada.
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