Artículo de opinión de JOSÉ MARÍA CARRASCAL publicado en ABC
LO mejor que podemos hacer con el Tribunal Constitucional es suprimirlo. Por superfluo, por inútil y por incordiante. Superfluo, al haber ya un Tribunal Supremo que decide en última instancia las causas juzgadas por tribunales inferiores. ¿Y aquéllas que afectan a la Constitución?, preguntará alguno de ustedes. Mi respuesta es que, en democracia, cualquier asunto, administrativo, mercantil o criminal, es en el fondo un asunto legal. Y para decidir qué es legal y qué es ilegal, basta y sobra con una Corte Suprema. Inútil porque, como se ha demostrado desde que funciona, nuestro Tribunal Constitucional crea más problemas que soluciona. No me estoy refiriendo a las diligencias sobre su presidenta de las que ayer informaba ABC, sino a las incontables polémicas que lleva generadas. Por último, incordiante, por no estar bien definido su espacio, lo que le lleva a emitir sentencias opuestas a las del Tribunal Supremo, o a la inversa, lo que nos trae la chusca imagen de dos coches de la policía poniéndose multas mutuamente por infracciones de tráfico. Y no quiero imaginarle si, en su afán de copiar todo lo que corresponde a la administración central, las administraciones autonómicas se deciden a crear sus propios tribunales constitucionales. Sólo nos faltaría eso para que la justicia española se convirtiese en una verdadera casa de locos.
Una democracia puede funcionar perfectamente sin Tribunal Constitucional, como demuestra el caso norteamericano, donde la Corte Suprema tiene la última palabra sobre cualquier tipo de recurso. Naturalmente, requisito para ello es que este tribunal goce de absoluta independencia tanto del poder ejecutivo como del legislativo, cosa que se consigue con el nombramiento a perpetuidad de sus magistrados. Algo que no ocurre en España, donde su temporalidad les hace infinitamente más vulnerables a las presiones políticas. Fue el pecado original de nuestra democracia. Quisimos ir tan lejos de aquel antipartidismo visceral del franquismo, que creamos una partitocracia, una dictadora de los partidos. Estábamos tan hartos del poder en unas solas manos que creamos controles dentro de los controladores, hasta el punto de paralizarse a sí mismos. Como ocurre ya en la justicia, que empieza a no serlo por aquella vieja máxima de que «justicia diferida no es justicia democrática».
Repito, lo mejor que podemos hacer con el Tribunal Constitucional es suprimirlo. Lo digo sabiendo que, desgraciadamente, no va a ocurrir. Hay demasiados intereses por medio para que se tome una medida tan higiénica. Y no me refiero sólo a los intereses particulares de los jueces -que en este caso se amplía a «los juristas de reconocido prestigio» que son nombrados para dicho tribunal-, sino a los verdaderos dueños del cotarro, los partidos políticos, que no renunciarán nunca a lo que ya consideran su feudo. Así que dispónganse a recibir más noticias malas que buenas del Constitucional.
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