Calvino retozará de gozo en su tumba cuando perciba que sus puritánicos discípulos, los empresarios capitalistas vuelven a las andadas y reiteran el trabajo puro y duro como panacea de la crisis. “El trabajo ennoblece y dignifica” dicen los puritanos, “El trabajo, según como, embrutece” diría yo, porque aniquila la vida de familia, imposibilita aprender nada nuevo o realizar una afición. Trabajar 65 horas semanales quiere decir diez horas cada día, sábado incluido y cinco horas el domingo.
¿Estamos locos? ¿la dieta televisiva nos lleva al masoquismo laboralista, a la autoflagelación ante el Moloc del euro?. A mi edad no tendría que estar escribiendo estas cosas, pero me acuerdo de Unamuno ante Millán Astray: “Yo que me he pasado la vida cultivando la paradoja, no puedo permanecer callado ante la repelente paradoja del general”. (que había gritado “mueran los intelectuales, ¡viva la muerte!”).
Pues yo, que me he pasado la vida defendiendo la reducción de la jornada laboral, desde que en 1983 escribí “Del Paro al Ocio”, no puedo aquiescer a esta disparatada pretensión de volver a los horarios esclavistas de la revolución industrial inglesa contra los que escribió Marx páginas que ya creímos integradas en el canon cultural de Occidente. Por ejemplo el concepto de plus valía, que lucra el empresario cuanta más mano de obra humana haya, y más horas, por supuesto.
Habíamos quedado en que las máquinas hacían el trabajo duro, sucio y repetitivo, y que éstas arrebatarían al sufrido ser humano esas horas, por lo cual el paro de los años 80 no era coyuntural sino estructural: el paro causado por la generalización de la cibernética, tal como había advertido su creador Norbert Wiener en un libro imprescindible titulado: “The Human Use of Human Beings”, o sea, usarlos en aquello que no pueda hacer una máquina.
J, Maynard Keynes dio una conferencia en Madrid en 1930 titulada: “Las Posibilidades Económicas de Nuestros Nietos”, en ella afirmaba que al cabo de cien años, en 2030, sólo se necesitaría trabajar 15 horas semanales para mantener un nivel de vida digno. Que lo que se iba a acabar no era la historia sino la economía, al abolir la escasez. De las 15 horas de Keynes a las 65 de la UE van 50: un desfase clamoroso y no creo que el errado sea Keynes.
“Lejos de volver al siglo XIX la directiva armonizará la jornada con la lógica europea y la globalización, la flexibilización laboral es beneficiosa”. Invocar a la sacrosanta globalización ¿significa que nos pongamos a trabajar como chinos? “La globalización requiere flexibilidad” dicen. De acuerdo, pero flexibilizar es variar el horario, no aumentarlo, es una mejora cualitativa, no un aumento cuantitativo.
Fernando Savater invoca al espectro de Erasmo para afear esta conducta: “¿Qué pensaría hoy Erasmo de la Europa que acepta horarios neoesclavistas?” Tiene toda la razón, parece oportunismo ventajista plantear este retroceso en el momento que se agita el espantajo - real, pero espantajo — de la recesión y la crisis. “La flexibilidad laboral no significa que podamos remontarnos a la época de las colonias fabriles y abandonar el contrato social” dice un comunicado de Avalot — Joves de la UGT de Cataluña. Creo que están en lo cierto porque el supuesto fracaso de las 35 horas es una hipótesis dada por válida sin contraste riguroso, sólo porque formaba parte del programa electoral de Sarkozy.
Por supuesto, si nos hemos de comparar con los chinos, que están comenzando su revolución industrial, nos veremos obligados a regresar a los horarios de la Inglaterra de Dickens y a vivir como Oliver Twist. Pero nada nos obliga a competir con China con sus propias armas, hemos de competir con las nuestras y sin renunciar a nuestra calidad de vida. Me remontaré más allá de Erasmo, a Aristóteles: el fin de la vida activa es la vida contemplativa, el ideal es el molino movido a vapor por un geniecillo que ahorra el cuidado humano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario