Comprenderé que los irlandeses voten hoy no al Tratado de Lisboa. No por el Tratado en sí, que no es precisamente un prodigio legal, sino porque Europa, la Unión Europea, necesita un electroschock para repensar su presente y su futuro.
Desde el sábado y hasta el 29 de junio muchos ciudadanos van a estar narcotizados a base de fútbol. La realidad económica fuera de los estadios quizá explica bastante este escapismo generalizado. Pero esto no debería ser un justificante para olvidar que en la noche del lunes se produjo en Luxemburgo un hecho histórico desde el mundo de vista laboral: la Unión Europea ha acabado con una de las mayores conquistas sociales de los trabajadores del continente, la semana laboral legal de 35 , 40 o 48 horas -y no más- y el derecho al descanso. Un derecho social consagrado por la Organización Internacional del Trabajo y el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas. A partir de ahora el límite legal será 60 horas a la semana.
Parece que los líderes europeos están dispuestos a abandonar lo mejor de la tradición continental, uno de los puntos clave del Estado del Bienestar. Se diría que apuestan por el modelo asiático o el japonés, modelo que ya están aplicando desde hace años en Gran Bretaña. Allí, gracias a su sistema de opting outs comunitarios, ignoran las reglas que se aplican el resto de los socios europeos, y así ha sido, desde tiempos de Margaret Thatcher, en el capítulo sociolaboral. En consecuencia, los británicos trabajan a destajo sin límite de tiempo. Es verdad que existen muchos puestos de trabajo, y mucha movilidad, pero no pregunten ustedes por las condiciones leoninas o dickensianas, según se mire, de esos trabajos.
Adiós a la negociación sindical y a los convenios de ramo
En esta nueva Europa en la que mandan los gobiernos de centro derecha era previsible que los británicos consiguieran imponer sus ideas a políticos próximos ideológicamente, como Berlusconi, Sarkozy o Merkel. Y no se trata sólo de que los ciudadanos puedan ahora trabajar semanalmente hasta 60 horas semanales, y hasta 65 si se trata de médicos de guardia, sino de que cada empresa puede “pactar” con sus trabajadores su propia jornada laboral. Esto es lo que han decidido los ministros de trabajo de los 27 países miembros, con más o menos reticencias, y esto es lo que deberá ratificar el Parlamento Europeo después del verano. El dominio de los conservadores en la Eurocámara hace prever lo peor.
Así pues, mucho hablar de Europa Social en el texto de la ya fallecida Constitución Europea, y en el actual Tratado de Lisboa, pero ahí están los resultados. El gobierno español y los europarlamentarios socialistas han anunciado ya una ofensiva diplomática para intentar frenar esta locura. Porque, además, nadie puede asegurar que permanecer más horas en el puesto de trabajo signifique más productividad. Antes al contrario. Estos mismos gobiernos que hablan de trabajar más horas y más años son los mismos que luego se desgañitan lamentándose de que no nacen niños y proclamando que hay que ayudar más a las madres jóvenes. ¿Cómo se compagina una jornada laboral de diez horas y el cuidado de un bebé? ¿Y cómo se estimula que las mujeres trabajen fuera de casa y más horas cuando a igual trabajo ganan, como es el caso de las alemanas, hasta un 22% menos de sueldo que sus colegas varones?
Asunto aparte, y que tiene irritadísimos a los médicos y personal sanitario es el concepto de guardias “activas” y “pasivas”. Que se lo digan a un médico residente que se pasa la noche en blanco en una urgencia si esas son o no horas computables de trabajo y sueldo. En Francia, la Asociación de Médicos de Urgencias ya han definido este asunto de clara “regresión social”.
Esta es la Europa que estamos construyendo, poquito a poco. Una Europa que se quiere parecer a los tigres asiáticos, en lugar de profundizar en lo bueno que tenemos. Una Europa en la que avanzan las posiciones británicas: menos en lugar de más Europa. Una Unión llena de miedos que tiene pavor a lo que digan hoy los irlandeses y que huye de las consultas populares como de la peste. Siempre se ha dicho que la construcción europea ha sido realizada por las élites. No podía ser de otra manera, sobre todo en sus inicios. Pero, ahora, 4,2 millones de ciudadanos de una isla verde pueden decir no a un proyecto que inspira todo menos confianza en el futuro.
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