Tras siete años de estudio de la política, casi dos como asistente técnico -ahora con Rosa Díez-, el destino me ha llevado al Congreso de los Diputados, el corazón de nuestra democracia. A medida que transcurre el tiempo, tengo la sensación de que cada vez sé menos de la materia a la que me dedico. No hay día en que aprenda algo nuevo, tampoco existe el día en que no ratifique firmemente la creencia ancestral de que nuestro sistema político cada día está más caduco.
Lo peor de todo es que he llegado a la infausta conclusión de que los actuales partidos políticos hacen brecha y cada vez representan menos a sus ciudadanos. Sólo expreso las sensaciones que tengo al observar a diario como funciona y se comporta la Cámara parlamentaria.
Se abre la sesión, el Presidente toma la palabra. En el ruedo se respira colegueo, risas y buen rollito entre todos los señores diputados que posteriormente generarán crispación entre sus ciudadanos con sus palabras en público.
En esta gran plaza de toros, por haber, no hay ni políticos durante el tiempo de la corrida. Empieza el pleno y alguien habla. Bienaventurados los presentes aunque aún más los que escuchan los discursos. Se tratan iniciativas de toda índole que afectan a la sociedad y sin embargo, entre el bullicio de los presentes, entradas y salidas, sigue desolada la plaza.
Transcurridas unas horas de actividad democrática, se acerca el momento de “la verdad”, la votación. Entonces la melodía de las trompetas y timbales resuena por pasillos y despachos del Congreso recordando a los señores diputados el cambio de tercio, atrayendo al rebaño perdido como cuando Juan Ramón Jiménez llamaba dulcemente a Platero y este venía a él con un trotecillo alegre que parecía que se reía, en no se que cascabeleo ideal…
Una vez presentes se aprueban o rechazan las distintas iniciativas. Para orientar a las señorías recién llegadas, -en acto de profunda de manifestación democrática-, un torero o torera, con su vestimenta llamativa, levanta la mano e indica como en una táctica de baloncesto que tiene que votar su grupo político. Así es cómo los diputados de los dos principales partidos (PP y PSOE) reciben las instrucciones de lo que debería de ser su comportamiento durante la votación.
Y yo no puedo evitar analizar este comportamiento parlamentario, me siento delante del ordenador y mientras escribo este artículo los socialistas están votando en contra de medidas laicistas. Nacionalistas que se prostituyen como en el sonado caso Taguas, vendiéndose sin principios con la mano extendida para cobrar sus intereses. Otros votan a favor lo que en otro día rechazaron. Tras pocos días de observación se cala completamente el juego parlamentario, Don Mendo diría, no hay que emular a la ardilla para saber, ¡vive Dios! como es el Rey de Castilla. No hay que ser el Rey de Roma para que uno se cerciore como se comportan los partidos.
Discurro que la mayoría de los discursos sobran en el pleno. A la hora de votar cada movimiento o acto está pactado con intereses de por medio. No importa si votan en contra de sus principios, -si los hubiera-. Con ausencia de lógica o de coherencia, se llega a votar sin rumbo ni ideología que valga. En los partidos mayoritarios se vota al unísono y cuidadito con el que se salga de la línea, sino que se lo digan al pobre diputado socialista, Juan Antonio Barrio, que se equivocó de botón y votó en contra del imperativo de su partido en el caso Taguas. Con tanto intereses, con debates de puro trámite, el proceso político termina siendo una pantomima, nuestra democracia se devalúa y, aunque sea duro, el Congreso llega a ser una autentica vergogna.
No creo que estos comportamientos parlamentarios sean los que los ciudadanos queremos. Me sigo preguntando si realmente esta gente representa a los ciudadanos ya que muchos de ellos ni siquiera se sientan en su escaño más que cuando Juan Ramón llama a Platero para votar. Lo único que están consiguiendo es desprestigiar el nombre de la política y hacerla cada vez menos interesante para los españoles. Menos mal que no todos se comportan así, que un reducto sobrevive ahora, y espero que siempre, a la mediocridad.
Con el desencanto de la rutina democrática no deja de venirme a la memoria las lecciones de Hobbes. El filósofo inglés decía que el poder natural recae en los hombres y es “el pueblo” quien se lo cede al Estado, pero puede reclamárselo cuando crea que el Estado no hace buen uso del poder… De igual forma, algún día llegará el momento en que los ciudadanos reclamemos lo que es nuestro: la política.
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