Nada más comenzar el verano, con las hogueras de San Juan a punto de encenderse, el Presidente del Gobierno ha acudido al Consejo Económico y Social a presentar el informe que anualmente elabora su oficina económica. Digamos de entrada que ese informe constituye, de momento, un arcano cuyos contenidos concretos permanecen ocultos a los mortales corrientes y a los académicos que, como yo, tratan de acercarse a la comprensión de las ideas económicas que se ventilan por La Moncloa, pues la Presidencia aún no lo ha difundido. Por tal motivo uno tiene que conformarse con una lectura atenta del discurso que ha pronunciado Rodríguez Zapatero en la sede del mencionado organismo consultivo.
Tras los saludos protocolarios, el Presidente ha presentado su diagnóstico sobre la actual coyuntura económica. Para él, nos enfrentamos «a una fuerte ralentización, casi un frenazo, del crecimiento» cuyas causas son primordialmente externas —la crisis financiera norteamericana y la escalada de los precios del petróleo—, añadiéndose a ellas el «ajuste particularmente intenso y rápido de nuestro sector de la construcción». Se trata evidentemente de un diagnóstico simplista y limitado que no atiende ni a la complejidad de los fenómenos monetarios que se han derivado de la pérdida de confianza en una buena parte de las entidades financiera internacionales, ni sobre todo a los factores internos que subyacen a la crisis. Éstos hacen referencia, para empezar, a la baja competitividad de la economía española, incapaz desde hace una década de corregir un déficit creciente en las cuentas exteriores, fruto de una reducción de la cuota de mercado de las empresas exportadoras de bienes y servicios, y de un deterioro continuo de su nivel comparativo de precios. Asimismo, debe hacerse mención a la mayor inflación española con respecto a los demás países europeos, de manera que el diferencial correspondiente ha aumentado en el último año. Anotemos también que nuestro modelo energético, por su extrema dependencia del petróleo, nos hace muy vulnerables a los aumentos en el precio de esta materia prima, a la vez que, por su creciente proclividad hacia el sector de las energías renovables, notablemente más costosas que las demás, nos conduce a producir una electricidad cara que repercute negativamente sobre los costes del sistema productivo. A ello se añade que la política monetaria del Banco Central Europeo tiene un efecto colateral para nosotros muy pernicioso, pues, al favorecer una elevación en la cotización del euro, nos hace perder competitividad. Y digamos para acabar que la mala calidad de nuestro sistema educativo conduce a que la formación adquirida de la mano de obra sea muy mediocre y que, por ese motivo, los aumentos en el nivel de titulación formal no se hayan reflejado ni en una reorientación del sistema productivo hacia los sectores de mayor contenido tecnológico, ni en una mejora de la productividad. Pues bien, nada de esto se menciona en el discurso del Presidente. Es más, Rodríguez Zapatero está convencido de que, por su configuración interna, la economía española es poco vulnerable a la crisis. Y así dirá: «lo afirmo de modo radical, contundente: España está mejor preparada que nunca para afrontar esta situación».
Tras un diagnóstico insuficiente es difícil que haya una política bien orientada. El discurso de Zapatero lo confirma plenamente. El Presidente, al desgranar las medidas de política económica de su Gobierno, empieza con la descripción de las que se presentaron hace carias semanas en el Congreso de los Diputados: la rebaja fiscal de 400 euros en el IRPF —que, en otro lugar, he analizado mostrando su carácter regresivo, su posible efecto inflacionista y su coste superior a los beneficios esperados de ella—, a la que ahora se añade una supresión del impuesto sobre el patrimonio que ahorrará 1.800 millones de euros al segmento más rico de la población española —y eso que, según Rodríguez Zapatero, esto se hace para «minimizar el impacto de las dificultades en los agentes económicos más vulnerables»—. Después continúa evocando la rebaja del tipo impositivo del impuesto sobre las sociedades en un 2,5 por 100 y la devolución adelantada del IVA a las empresas, medidas ambas que se acordaron en la anterior legislatura —cuando, por cierto, no había crisis—, para cerrar este capítulo inicial con una confusa mención a unos planes de vivienda —al parecer, dos— según los cuales se pretende construir 150.000 viviendas de protección oficial al año —sin tener en cuenta que, en el momento actual, el exceso de oferta inmobiliaria se cifra en unas 600.000 viviendas—, así como a un aumento de la plantilla de las oficinas de empleo mediante la contratación de 1.500 orientadores para los trabajadores desempleados —eso sí, sin mencionar para nada el fracaso del INEM como agencia de colocación de los parados—. En total, según Zapatero, el Estado se va a gastar en todo esto 18.000 millones de euros; pero como el mismo Presidente prevé que la economía va a pasar de crecer un 3,8 por 100 en 2007, a menos de un 2 por 100 en 2008, resulta que ese gasto va a servir para producir un valor añadido de 19.000 millones menos que en el año anterior.
Pero aquí no acaba todo. Rodríguez Zapatero añade más medidas, no se sabe bien si nuevas o viejas. Veámoslo. Por un lado, menciona un aumento del crédito oficial a las Pymes, aunque no aclara en cuanto. Por otro, alude a un plan de rehabilitación de viviendas dotado con 2.500 millones para créditos, pues parece que con las de protección oficial no es suficiente para aumentar los excesos de oferta del sector. En tercer lugar, añade, nada menos que «para reanimar el consumo», un programa VIVE de sustitución de coches viejos por otros nuevos, poco contaminantes, dotado con 1.500 millones, también para créditos pues de lo que se trata es de que al Estado, finamente, todo esto no le cueste nada. Y, como colofón, se agrega «la estrategia de política económica que se empezó a aplicar en la legislatura anterior» donde hay de todo: el plan de infraestructuras de transporte; la construcción de guarderías; las leyes de educación y universidades —supuestamente «para mejorar la calidad de nuestro capital humano»—; una «hoja de ruta» para reformar, no se sabe cuándo, la formación profesional; el dinero para I+D y el Ministerio de Ciencia e Innovación —que, al parecer, todavía no ha pensado cómo mejorar la asignación de recursos a la creación de conocimientos y resolver el problema de que, en España, haya muy pocas empresas innovadoras—; y unas «reformas estructurales» consistentes en liberalizar y, en su caso, privatizar, el transporte ferroviario de mercancías, la gestión aeroportuaria —añadiéndole a ello la entrada de las Comunidades Autónomas en la regulación de la navegación aérea—, los puertos, las telecomunicaciones de banda ancha y los servicios, así como en duplicar la interconexión eléctrica con Francia.
Según el Presidente esta última estrategia ya ha dado frutos. Y para demostrarlo da «un solo dato: el crecimiento de la productividad se ha multiplicado por siete en los últimos cuatro años». Dicho así parece hasta cierto. Pero si acudimos a la Contabilidad Nacional podemos comprobar que, valorada a los precios del año 2000, la productividad —es decir, el PIB por puesto de trabajo— creció entre ese año y el 2003 un 0,9 por 100, al pasar de 36.685,4 € a 37.016,3 €; y entre 2004 y 2007, mientras gobernaba con sus estrategia Zapatero, sólo un 0,02 por 100, al pasar de 36.960,7 € en el primero de esos años a 36.967,7 € en el segundo. O sea: con la estrategia de Zapatero la productividad ha crecido 45 veces menos que con la política de Aznar. Pero no echemos las campanas opositoras al vuelo porque, con esos crecimientos tan exiguos, en realidad lo que ha ocurrido es que la productividad lleva estancada todos estos años, los de Aznar y los de Zapatero.
Y, para terminar, el Presidente en su discurso pone un colofón aparentemente ortodoxo apelando al «objetivo de estabilidad, de equilibrio presupuestario para el conjunto de las Administraciones Públicas, salvo para la Seguridad Social, de la que esperamos superávit». Y como no hay nada mejor que predicar con el ejemplo, cita la propuesta que su Gobierno ha presentado en el Parlamento con relación al límite de gasto presupuestario para 2009. Veámoslo con cierto detalle porque hay gato encerrado. Ese límite se ha calculado en 160.158 millones de euros a partir de la idea de que el PIB crecerá, en términos reales, un 2,3 por 100 el año próximo. Pero Zapatero ha dicho que, en realidad, la economía crecerá por debajo del 2 por 100. Pongamos el 1,9 por 100. Con esta rebaja, resulta que la recaudación fiscal, siendo optimistas, se reducirá al menos en 627 millones de euros; y entonces no existirá el superávit del 0,02 por 100 del PIB que ha previsto el Gobierno, sino más bien un déficit del 0,06 por 100. No obstante, Zapatero tiene respuestas para todo; y para esto también. Por ello, en su discurso dice que va a establecer «un plan de austeridad centrado en la contención de los gastos corrientes de la Administración», de manera que recortando el empleo público, las compras de material de oficina y congelando el sueldo de los altos cargos, se va a ahorrar 250 millones de euros. Si, en efecto, es así, el déficit que le calculo será de sólo el 0,03 por 100 del PIB. Pero como le falle la previsión del crecimiento de la economía —y todos los datos de que disponemos se orientan en este sentido—, por cada punto menos de variación del PIB, el déficit aumentará en 0,027 puntos. Esto quiere decir que si, como ya se está avanzando por algunas previsiones, la economía crece sólo en un uno por cien, el déficit del Estado se aproximará al 0,3 por 100 del PIB; es decir a unos 3.300 millones de euros.
Resumamos. Las ideas económicas del Presidente y su consiguiente plan de actuación, además de simplificador, confuso y desordenado, no parece bien ajustado a la gravedad de los problemas que afrontamos en España. Sus medidas coyunturales son de escaso impacto y cuestan más que el valor de la actividad productiva que van a generar; introducen además un sesgo de desigualdad, pues favorecen más a los ricos que a los pobres; y ponen el énfasis en un sector como el de la construcción cuyo problema no es cómo producir más, sino cómo ajustarse a la baja para resolver su exceso de oferta. Sus medidas estructurales reproducen una estrategia que no ha funcionado en la legislatura anterior —por mucho que el Presidente se invente una productividad inexistente— y que no ha reasignado los recursos económicos hacia las actividades más competitivas y de mayor contenido tecnológico, de modo que no se ha reforzado el sistema productivo ni se han solucionado los desequilibrios energéticos. Las reformas reguladoras que propone, sin ser negativas, son insuficientes, pues no se abordan los severos problemas que atañen a los órganos de supervisión de los mercados, al aumento de la competencia en éstos, a la mejora de la seguridad jurídica de los negocios o a la fragmentación del mercado interior derivada de las barreras autonómicas a la libre circulación. Y, finalmente, su política presupuestaria se ha formulado sin el rigor requerido, de manera que oculta, en la maraña de sus números, una tendencia deficitaria que puede acabar siendo perniciosa para conducir a la economía española a una nueva senda de crecimiento y generación de empleo.
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