Irlanda ha atascado el proyecto socialdemócrata de convertir Europa en un Continente sin futuro. Tanto, que de seguir así las cosas –y no se percibe otra perspectiva-, hasta dejará de ser un Continente para limitarse a su condición geográfica: una península de Asia, casi la Finisterrae de Asia. El Tratado rechazado dice más o menos lo mismo que el anterior proyecto de Constitución. Fracasado en el primer intento, aunque el superdemócrata Giscard d’Estaign pidió que se repitiesen los referenda hasta que saliese el sí, se ha reintroducido como Tratado para justificar que baste su ratificación por los Parlamentos. Pues los políticos de Bruselas no se fían del pueblo y a la clase política le conviene que se apruebe. Pero según la Constitución irlandesa aquí es obligada la consulta popular y las cosas le han salido mal a la socialburocracia bruselense, quintaesencia de la socialdemocracia (incluye a las derechas y a las izquierdas) que domina, explota y corrompe Europa.
La unidad de Europa es una respuesta a una necesidad política e histórica. Inicialmente, en conjunto sus resultados no han sido malos. Y casi ha sido una bendición en casos como el de la España juancarlista al obligar a guardar ciertas formas, que han impedido algunos desmanes de los oligarcas españoles al tener que atenerse, al menos formalmente, a sus normas. Pero todo se corrompe y ahora Europa es sólo el pretexto de las oligarquías de sus naciones para huir hacia delante y mantener sus prebendas en sus casas respectivas. Es como una sociedad de socorros mutuos entre las oligarquías nacionales.
El descaro de los oligarcas en el episodio del proyecto de Constitución reiterado en el del Tratado es de tal entidad que cabe que los pueblos europeos empiecen a despertar de su letargo. No es fácil. La clase política y los medios de comunicación harán lo que puedan para tergiversar lo que sucede como ya hicieron con la Constitución. Pero la reiteración del engaño suele acabar haciendo reaccionar al engañado.
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