"Una de las cosas más falsas, hipócritas y ridículas del horizonte electoral es la jornada de reflexión. Los despachos de la diplomacia en las residencias veraniegas de los Reyes se llamaron jornadas no porque en ellas se trabajase de sol a sol –la palabra jornada procede de la lengua de Oc, donde “jorn” significaba diurno-, sino en recuerdo de las campañas militares que apartaban a los monarcas de sus cortes palaciegas.
Pero nada real o simbólico justifica que la ley obligue a guardar silencio sobre el asunto público por excelencia, las veinticuatros horas que preceden al día de la votación. Tal nadería ha sido apodada “jornada de reflexión”, porque nada halaga tanto a las masas serviles como el simulacro de que el poder estatal les permita sentirse inteligentes o capaces de pensar por un día.
La jornada de reflexión tiene, sin embargo, una evidente utilidad para la clase política. Además de creerse seleccionada por la inteligencia del pueblo (siempre lo dice tras cada elección), se inmuniza contra la acusación de aprovecharse de la ingenuidad de unos votantes que han gozado, al menos, de un día de reflexión cada cuatro años. Si han tenido la oportunidad de reflexionar durante unas horas, nadie podrá decir después que los votantes han sido colocados como niños antes reyes de oriente.
El Poder no es consciente de que conceder una jornada de reflexión supone la confesión de que los días de propaganda electoral intensiva, repletos de ruidosas emisiones de imágenes retocadas, insultos mutuos y promesas irrealizables, son jornadas de irreflexión que atosigan a los votantes hasta el punto de alelarlos, es decir, de sacarlos de la realidad. Y para volver a ella necesitan que los responsables de su enajenación guarden silencio durante unas horas. La jornada de reflexión no es tanto un día para pensar por uno mismo, como para descansar del ruido que hacen los partidos para pensar o fingir que piensan en lugar de los demás. El silencio de los partidos y no la reflexión es el objetivo de tan fantasmal jornada".
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