Sarko, oh oh!
"¿Es usted Glucksmann?". "Sí" -respondo-. "Le he estado observando -prosigue sin la menor agresividad-. ¿Cómo puede usted sonreír a un niño y votar a Sarkozy?"....
Francia lleva treinta años vegetando en una burbuja pospolítica. Sus dirigentes no quieren indisponerse con nadie, enseguida pretenden unir a dos franceses de cada tres (Giscard d'Estaing) o reconciliar definitivamente al país con sus representantes (Mitterrand). La misma abulia se apoderó de Chirac, que nunca se recuperó de aquel 82% accidental de 2002. Ségolène Royal se inscribe en esa herencia. Su baza es la de no tomar partido entre los defensores del sí en el referéndum sobre Europa y los que hicieron triunfar el no, entre los que algunos tachan de "socioliberales" y los que veneran sus viejas glorias estatistas, entre los propalestinos y los amigos de Israel, los laicos y los simpatizantes del islam, los atlantistas y los soberanistas, los que celebran y los que deploran las 35 horas, los que quieren limitar la inmigración clandestina y los que quieren regularizaciones masivas, etc. A todos los cuales se suman en esta segunda vuelta unos centristas hasta ahora anatemizados como "consustancialmente de derechas". Para pescar todos esos peces, Ségolène dice una cosa y la contraria. Trascendiendo las diferencias, más allá de las oposiciones y los conflictos, pone a todo el mundo de acuerdo... sobre nada.
A base de no querer ofender a nadie, el "círculo virtuoso" de las uniones sagradas nos condena a dar vueltas en redondo. ¿Cuándo subiremos al tren de los países europeos que han enderezado sus economías -Dinamarca, Inglaterra, Irlanda, España...-? Hasta nuestro socio alemán, afrontando con más decisión unas dificultades que son también las nuestras, ha podido integrar a 17 millones de ciudadanos pobres de la antigua RDA a partir de la caída del Muro, mientras que Francia expulsaba del mercado de trabajo a millones de jóvenes y no tan jóvenes. Ha llegado el tiempo de las reformas. Habría, no obstante, que proponerlas antes de ir a votar para que las urnas les concediesen una legitimidad democrática incuestionable.
Del artículo de André Glucksmann, publicado en El País.
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