Según reiterados sondeos, la Justicia tiene una imagen penosa entre la opinión pública española —y también en otros países cercanos. Una dotación calamitosa y una gestión desastrosa producen sentencias farragosas e indescifrables, cuando no incomprensibles, y, sobre todo, fuera del tiempo real: en suma, una valoración muy por debajo de la mayoría de las administraciones públicas y privadas del país. A pesar de que estimación tan negativa pudiera contener más de una verdad, tengo para mí que la independencia y probidad de la Justicia española están en la base del éxito de este país desde hace más de medio siglo: un éxito imposible sin ese cimiento fundamental de seguridad jurídica.
Pero no siempre fue así. En la politique des notables del ochocientos —que era como se conocían en Francia e Italia a lo que en España se llamaban caciques— resultaba vital para los caudillos políticos, como les bautizaron en América, asegurarse el control de la administración de Justicia. Sin esa red de seguridad privativa, los influentes —que era el descriptivo término portugués— arriesgaban la cárcel porque el sistema de beneficios personalizados implicaba dividir y repartir discriminadamente entre la clientela oficios, beneficios y decisiones administrativas que la ley regulaba como indivisibles e imparciales. La política fulanista requería, pues, de una ley cuya aplicación fuera arbitraria; es decir, estuviera al arbitrio de los “jefes de partido”, como se llamaban en la América sajona. Y, para ello, éstos debían asegurarse, al menos, de que los jueces prevaricaran por omisión. Un tema recurrente entre los grandes meridionalisti, como Salvemini o Mosca, pero desarrollado antes por Marco Minghetti, un sagaz jurista y político italiano, en un estudio de título ilustrativo: I partiti politici e la loro ingerenza nella giustizia e nell'administrazione. Una observación sintetizada en la lacónica respuesta que dio Romero Robledo —el alquimista de la maquinaria caciquil conservadora— a Maura: "con el caciquismo se acaba con sólo hacer justicia". Pero una justicia imparcial sólo podía garantizarse independizando a los jueces. Así lo hicieron, primero Dato (en 1902), y luego —decisivamente— Maura, con el Estatuto del Funcionario de 1918.
Sin embargo, las instituciones son frágiles y a veces sucumben. En España, perecieron con la Guerra y se enterraron durante la posguerra, para resucitar mediado el siglo pasado. En Argentina, la independencia judicial naufragó con Perón. Pero sus enemigos —y seguidores— en lugar de restaurar la independencia del poder judicial, lo manipularon sucesiva y reiteradamente como botín conquistado. El resultado de la arbitrariedad e inseguridad jurídicas en la nación del Plata, a la vista está. Nada hay, pues, garantizado en un régimen de libertades. En esta segunda Legislatura parece que el señor Zapatero se ha decidido a trocar estrategias hegemónicas por políticas de consenso, empezando por la Justicia. Nada que objetar —antes al contrario— salvo que la idea del barón ilustrado era la separación e independencia del poder Judicial, que no su reparto entre los príncipes. En este sentido, es conmovedor, pero inquietante, el entusiasmo con que el Partido Popular ha recibido la propuesta del PSOE de repartirse los cromos de las altas magistraturas.
El escándalo en los medios ha sido tan considerable como incoherente. ¿Acaso se esperaba de los partidos otra cosa que no fuera el intento de colonizar la judicatura? Las maquinarias partidistas son de una voracidad, arbitrariedad y sectarismo en sus nombramientos desde tiempo inmemorial y en todos los países, de suerte que resulta utópico exigirles comportamientos neutrales fuera de su condición. En términos generales, el comportamiento de los nuevos príncipes se parece bastante a su modelo del Renacimiento italiano: procuran maximizar poder. Lo mismo que cualquier empresa, los empresarios de la política maximizan beneficios, les incomoda el mercado y la competencia, gestionan el favor del sátrapa en la asignación de recursos y, en suma, tienden al monopolio —como ya nos enseñó el clásico escocés hace dos siglos largos. El problema es que los ciudadanos se lo toleremos con la indiferencia, para luego quejarnos de los resultados de nuestra propia desidia —una observación, por cierto, que también está en los Discorsi de Maquiavelo. El problema es también ignorar experiencias repetidas de abuso de poder en distintas épocas, latitudes y colores políticos. El problema está así mismo en el olvido de reflexiones fundamentales acerca de la de la naturaleza humana. Por eso, el día que don Alfonso Guerra dio por fenecido a Montesquieu, para dejar en manos de los partidos la elección de los máximos órganos del poder judicial, enterró, con el pensador éclairé, una inteligencia fundamental de cómo funciona la naturaleza humana que es, en el fondo, lo que está detrás de la idea de la división de poderes.
La experiencia nos muestra que los partidos, poco importa el color y el lugar, procuran burlar los variados sistemas de elección de los magistrados porque están más interesado en procurarse el control que en asegurar la independencia del poder judicial. Sin embargo, el problema de la politización de la Justicia —con su corolario de intromisión y manipulación de la misma— no está sólo en los partidos. Como es sabido, también los presidentes de los EE.UU. nombran para el Supremo jueces política e ideológicamente afines. No obstante, las sentencias de la Corte americana, con frecuencia, resultan más difíciles de predecir porque los magistrados, una vez nombrados, se independizan y aíslan de influencias o presiones políticas. Y no sólo porque el nombramiento en América sea vitalicio. Hay algo más. Para empezar, un respeto a la institución y a su papel de equilibrio en el sistema. Pero, sobre todo, hay autoestima. Un respeto a sí mismos y a su condición profesional e intelectual, les ayuda, al menos en parte, a librarse de hipotecas doctrinarias y políticas.
Por el contrario, entre nosotros, juristas ilustres y honestos, personalidades indiscutibles, con una trayectoria profesional acreditada, que debería blindarles frente a presiones del poder, se someten, sin embargo, mansamente a los dictados del partido que ha promovido su nombramiento. Resulta incomprensible. Y sonrojante. Demasiados magistrados —diríamos parafraseando a Castelar— "como los corderos de Panurgo, se van con los que mandan": confiemos en que no acaben arrojándose tras ellos al abismo, como el tratante en la historia de Rabelais. El día que veamos sentencias y resoluciones de color político cambiado, el día en que la cuenta política de la vieja en votaciones de los altos tribunales resulte impredecible porque los magistrados voten y sentencien, por respeto a si mismos y a su categoría profesional, con arreglo a doctrina jurídica y sin ninguna consideración a los intereses políticos de sus padrinos políticos: ese día, la mediatización política de la Justicia en España se hará mucho más difícil.
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