La Razón Digital - En ausencia de ConstituciónSin autonomía de poderes no hay Constitución, reza la teoría clásica. En 1985, esa autonomía fue borrada en España
Gabriel ALBIAC
La Constitución en España duró siete años: los que van de 1978 a 1985. Luego vino otra cosa. Indefinida. Ésta. La que hizo posible anteayer -una vez más- que los partidos políticos se repartan las plazas del gobierno de los jueces. Legalmente. Marcándolos, así, con el hierro del amo. Amo, aun benévolo.
Dejemos, pues, hoy de lado todo adorno. Es demasiado grave lo anteayer exhibido como para eufemismos. Es demasiado grave, aunque todos supiéramos que sucedería. Demasiado grave, aunque todos los políticos sean felices con el resultado. Demasiado grave, porque todos los políticos son felices con él.
No hay Constitución en España. No es un juicio político. Es constancia académica. Si uno se atiene a la ortodoxia constitucionalista, fijada por el abad de Sieyès en 1789: «Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada y la división de los poderes no esté determinada, no posee constitución».
No pone un átomo de retórica el abad de Sieyès en la fórmula. Sí el peso de los hechos. El Estado moderno es la más fantástica concentración de fuerza que haya concebido el ingenio de los hombres. Tiene enormes ventajas: pone en juego mecanismos de eficacia sin precedente; en lo económico como en lo militar; desde el control de los impuestos hasta el tallado de las conciencias. Tiene riesgos también extraordinarios: da al Estado que quiera ejercerla la potestad de borrar lindes entre lo público y lo privado, capacidad de succionar cada instante de nuestras vidas, de hacer de lo privado instancia que regula el poder político. Y, cuando Montesquieu fija el principio irrebasable «il faut, par la disposition des choses, que le pouvoir arrête le pouvoir», o sea que «es necesario que, por la disposición de las cosas, el poder contrarreste al poder», no está haciendo una filigrana de excelente estilo conceptual y literario; ni un juego fatuo académico. Está dando forma axiomática a la condición de supervivencia individual en el mundo moderno. Sin esa condición, no hay ciudadano; sólo súbdito. Sieyès no hizo sino dar a ese axioma forma de manifiesto político: «Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada y la división de los poderes no esté determinada, no posee constitución». No posee Constitución. España. Ahora mismo. Luego de 1985. Cuando la Ley Orgánica del Poder Judicial puso en manos de los partidos parlamentarios la designación de todos -todos- los miembros del gobierno de los jueces. Y cuando, luego, un PP en el poder violó la literalidad de su programa y pactó con el PSOE la perpetuación de ese modelo.
Muchas son las vergüenzas de la democracia española. La ley orgánica de 1985 no es una de ellas; es su destrucción. Hace de nuestro sistema político un despotismo atenuado: el ciudadano puede votar, y el político queda exento de responder ante la ley de sus posibles fechorías, que han sido muchas -ligadas a su oscura financiación, en buena parte-; que han sido, sobre todo, sistemáticas. No hay Constitución, en el rigor académico del término. Hay libertad tutelada por poder único y ajeno a derecho. Impune.
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