El pasado 20 de diciembre, el Congreso de los Diputados celebró su último Pleno de Legislatura. Han pasado más de cuatro meses desde aquélla sesión parlamentaria y el Congreso de los Diputados -más allá de las formalidades de rigor- sigue cerrado a cal y canto. Habida cuenta de los macropuentes que impone el calendario madrileño en la primera quincena de mayo, eso quiere decir que hasta la tercera semana del próximo mes sus señorías no sentarán sus reales en el viejo caserón de la carrera de San Jerónimo. Es decir, cinco meses después de que se diera carpetazo a la pasada legislatura. Como las vacaciones de verano están cerca, eso quiere decir que hasta septiembre la máquina parlamentaria no estará plenamente en funcionamiento.
Esto puede demostrar dos cosas. La primera, que este país funciona como un reloj perfectamente engrasado, por lo que da igual que sus señorías vayan a trabajar elaborando leyes o controlando la acción del Ejecutivo. Una labor, por cierto, que, en contra de lo que se suele entender en la democracia española, no es sólo labor de la oposición, también de los diputados de la mayoría parlamentaria. El llamado‘mandato imperativo’, como se sabe, no sólo es inconstitucional, sino que es un auténtico fraude para los electores, quienes cuando votan a un candidato confían en que su representante se gane el sueldo y no se convierta en una especie de brazo de madera teledirigido por el jefe del grupo parlamentario.
La segunda posibilidad indicaría que los poderes públicos actúan a remolque del día a día. Es decir, que la vida sigue su inercia sin que nadie ose molestar su rumbo. Y sólo cuando los problemas crecen hasta alcanzar determinado tamaño, la acción del parlamento se deja notar. Más o menos lo que le pasa al Poder Judicial, que se corta las venas cada vez que aflora un caso que alarma a la opinión pública, pero que el resto del tiempo (y no digamos las asociaciones de jueces) se dedica a marear la perdiz, por decirlo de una manera suave.
Como un reloj de cuco
No parece que en España estemos ante la primera hipótesis (ni en Suiza funciona la maquinaria como un reloj de cuco), por lo que estaríamos ante el segundo de los supuestos. La vida sigue y sus señorías de vacaciones. Si los problemas fueran de escaso calado, tampoco estaría de más cortar esa hemorragia legislativa que tanto gusta a la clase política. Ya se sabe que este es un país de leguleyos. No parece, sin embargo, que vayan por ahí los tiros. Más bien estamos ante un problema político de primer orden que no causa sonrojo alguno. No se trata de un problema pequeño. Todo lo contrario.
El parlamento no es sólo una cámara que hace leyes o que controla al Ejecutivo. Es, también, la voz de la calle, por lo que lo razonable es que disponga de los instrumentos necesarios para pulsar los problemas cotidianos más allá de las refriegas políticos. Pero en tiempo real, no en diferido. Una buena Oficina parlamentaria encargada de hacer un seguimiento del funcionamiento de la justicia, por ejemplo, hubiera servido para detectar problemas impropios de un país que se dice moderno. Una oficina capaz de seguir haciendo su trabajo incluso en el paréntesis que pueda existir entre elección y elección. Abierta las 24 horas.
La existencia de una Oficina presupuestaria (un viejo compromiso siempre incumplido), igualmente, podría servir para identificar los problemas más acuciantes que tiene por delante la economía española desde el lado del gasto en un contexto macroeconómico notablemente diferente (y peor). La sanidad, la educación, las pensiones... Todos ellos son problemas que no pueden esperar a que se cumpla un calendario ideado por el enemigo, y que sólo sirve para complicar más las cosas. Claro, a no ser que se considere que con unas jornadas de puertas abiertas el parlamento cumple su papel constitucional de representar a los ciudadanos... y a sus problemas.
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