Si unos cuantos queman en Girona fotos de los reyes, no tarda nada en aparecer alguna autoridad que nos hace saber que ha sido cosa de «radicales». Si otros incendian un autobús o un cajero automático en Euskadi, rápidamente nos los identifican como «radicales». Si se intenta catalogar a los islamistas dispuestos a cargarse a cualquier viandante de Occidente para distinguirlos de sus correligionarios pacíficos, se les llama «radicales» y ya está.
El asunto me repatea por dos motivos.
- Primero, porque «radical», en rigor, es aquel que apunta a la raíz de las cosas, sin irse por las ramas. El Diccionario de la Academia define así el término, en tanto que sustantivo: «Partidario de reformas extremas, especialmente en sentido democrático.»
- Segundo, porque se habla de lo radical como lo opuesto a lo apacible, lo moderado y lo tolerante. Sin embargo, muchos de quienes son tenidos por moderados no tienen nada de estupendos. Por poner un ejemplo: nadie calificaría al rey de Marruecos de «radical»; sin embargo, vaya pieza. Otro ejemplo: ¿son «radicales» las Fuerzas Armadas de EEUU destacadas en Irak? No he oído a nadie que las tilde de tales. Pero ¿no sería un pelín excesivo presentarlas como tolerantes?
Al final, y aunque lo hagan sin pretenderlo, cuando hablan de «radical» parten del sobreentendido de que un radical es, por fuerza, alguien que se expresa desde fuera del sistema constituido, sin respetar las componendas pactadas por la gente de orden.
Pues bien: si de eso se trata, me declaro radical. Aspiro a ir a la raíz de lo que nos pasa. Y estoy dispuesto a defender «reformas extremas, especialmente en sentido democrático.»
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