Este remozado fascismo no se distingue del viejo en su misticismo regresivo de guerras salvadoras contra el mal, ni en su fanfarrie de los valores de Occidente; tampoco en la cultura del odio sin el que esa falsa trascendencia no podría triunfar. Su dimensión fundamental reside en la naturaleza terrorífica de sus armas, y en el desorden y la dominación globales que instauran. Los cientos de toneladas de uranio empobrecido sembrados en Kosovo, Afganistán e Irak, y la guerra biológica en el Amazonas colombiano son paradigmas de este terror que ha inaugurado el siglo XXI.
Pero la Guerra de los Balcanes puso de manifiesto un subsiguiente aspecto perturbador. No sólo brindaban horribles masacres y cuadros de putrefacción política en sus pantallas. Al mismo tiempo reducían al ciudadano a la condición de consumidor de sus imágenes degradadas y lo evaporaban como conciencia. Este doble proceso de aniquilación, que por un lado comprende la reducción de ciudades y vidas humanas a la condición de ruinas; y por otro la rendición de nuestra existencia a la condición de consumidores, ha adquirido en la producción mediática de nuestra guerra global el carácter de un sistema de escarnio y deshumanización permanentes.
Eso explica la paradójica diferencia entre el fascismo nacionalsocialista y el fascismo global de hoy. La transformación de la democracia en espectáculo permite la implantación masiva de controles totalitarios, desde la vigilancia electrónica de internet hasta la tortura, sin necesidad de modificar sustancialmente su supraestructura jurídica y su apariencia cosmética liberal, feminista y multicultural.
La volatilización digital de las últimas elecciones mexicanas o la escenificación paródica de la democracia bajo los términos constituyentes de la sangrienta ocupación militar en Irak son dos extremos complementarios de este mismo sistema democrático que hoy ampara un efectivo pero intangible sistema de dominación totalitaria global. Que las megamáquinas del poder financiero y militar contemporáneo no necesitan organizar movilizaciones de masas físicas es precisamente un argumento a favor del nuevo fascismo que acompaña las guerras imperialistas de nuestros días y amenazan nuestro mañana con una regresión política y cultural radical. No tenemos movimientos de masas fascistas como los que teníamos en los años treinta del siglo pasado, porque los highways electrónicos concentran hoy mucho más expeditivamente a la masa humana global en los containers mediáticos, la moviliza más eficazmente a través de sus estímulos virtuales y evaporan terminalmente su existencia a través de su conversión digital y estadística. La guerra contemporánea, con sus consecuencias genocidas cada día más patentes, es la expresión culminante de esta lógica aniquiladora del espectáculo.
Eduardo Subirats es filósofo y profesor de la New York University.
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