"Resulta contradictorio que en la fragmentaria España de las autonomías el gran acontecimiento parlamentario se denomine debate sobre el estado de la nación. Porque, actualmente, con las competencias estatales diluidas o repartidas entre las taifas autonómicas y varias incipientes naciones que comienzan a tener presencia —testimonial, pero presencia al fin y al cabo— internacional, uno se pregunta si realmente somos una nación, y si ésta, de tener pulso, puede llegar a considerarse Estado. Su estado de salud, en cualquier caso, es bastante pocho.
Como el propio estado de esa sociedad, en mínimos históricos, que, junto al Estado, forma la moneda nacional. Nunca la sociedad española, históricamente propensa al levantamiento y la protesta callejera, había sido tan conformista y permisiva como lo es ahora. Todos rumiamos nuestro descontento en privado, nunca en público, y, jamás, nadie mueve un dedo para evitar o minimizar el daño que están haciendo los políticos a ese proyecto común antiguamente conocido como España.
Cada año, después de este dichoso debate parlamentario, me quedo sin palabras. No consigo comprender cómo estos políticos sin discurso, ética, actitud ni aptitud están ahí, viviendo de nuestros impuestos, sin que la sociedad salga indignada a la calle a echarlos de sus puestos. Estos debates, si es que sirven para algo, nos demuestran anualmente que nuestros líderes políticos —no quiero ni pensar cómo serán las bases— no están capacitados para regir el destino de nuestro país. Sus discursos, a menudo agramaticales, están vacíos de ideas, proyectos o soluciones; sólo ofrecen mentiras, medidas demagógicas y, sobre todo, insultos y descalificaciones del contrario. Si no fuera porque lo que se ha vivido esta semana sucedió en el Congreso de los Diputados, me echaría a reír viendo esta nueva versión de los antiguos diálogos para besugos".
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