Si la libertad de aprehender el estado real de la realidad social está prohibida, como en las dictaduras, o si el poder estatal se asienta sobre la ficción del “como si” la realidad fuera distinta de la que perciben el sentido común y los datos empíricos, como en el Estado de Partidos, los gobernantes pueden ser afectados por esa peligrosa morbosidad de la mente que la psiquiatría bautiza con el nombre de mitomanía. Tras la pubertad, constituye una patología de la psique la fabulación de mundos ilusos o fantásticos, en sustitución del mundo real, donde la buena fe moral no está siempre excluida, como en los casos del mentiroso por sistema o hábito. Algunos ejemplos ilustrarán mejor que las definiciones la diferencia que distingue al gobernante mitómano del mentiroso.
Con su sincera creencia en la conspiración judeomasónica, Franco cayó en verdadera mitomanía y la hizo padecer a sus partidarios. Felipe González, un empedernido mentiroso, consciente de la utilidad de sus mentiras, no fue mitómano. La creencia de Aznar en el terrorismo internacional del dictador de Irak, derivada de su fe ciega en la palabra del imperialista Bush, no era genuina mitomanía, sino simple manía de grandeza, nacida de un profundo complejo de inferioridad que, desplazado del poder estatal, se traduce en cómico autoritarismo personal. En cambio, son paradigmas de mitomanía no solo la pertinaz negación de la crisis económica por Zapatero, sino sobre todo su enfermiza creencia de que la percepción de signos negativos en la economía está ocasionada por sentimientos antipatrióticos, o su resistencia a reconocer y plegarse a la realidad, a causa de la deformación perceptiva que le produce su optimismo gnoseológico, un entusiasmo patológico de la inteligencia que nada tiene de común con el optimismo antropológico (confianza en el ser humano) ni con el optimismo de la voluntad.
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