Le sucedió al Sr. Aznar ante la invasión militar de Irak. Ni el déspota iraquí disponía de armas de destrucción masiva, ni tenía relación con el terrorismo islamista. La guerra internacional contra el terror interno de una dictadura laica solo podía engendrar terrorismo religioso contra los Estados que la promovieron. Negar las evidencias, sustituirlas por fantasmagorías, conduce a la imprevisión de la realidad, y al fatal sufrimiento de sus dañinas consecuencias. Le está sucediendo lo mismo a Zapatero ante la crisis económica. Su febril optimismo de negarla, primero, para afirmar después que la constatación de hechos considerados, por la ciencia económica, como sintomáticos de una crisis financiera, energética, alimentaria y depresiva de la demanda, es tema opinable, raya en la locura. La locura del autologos. La que embarga a todo tipo de poder sin control.
Debemos a nuestro filósofo Jorge Santayana (“Diálogos en el limbo”), la descripción de esa locura del poder incontrolado, que levanta su templo entre nosotros y se dedica a dictarnos oráculos. Nadie puede presagiar sus delirios. Solo farfullar letanías para un dios enloquecido. Letanías que ni siquiera llegan a la multitud de sus votantes. Los sacerdotes o detractores mediáticos ensalzan la bienaventuranza del autologos, que es la ilusión. Lo que lo convierte en patrón de cada error, y a sus adoradores u opositores, en devotos del engaño o en necios partidarios de una misma ficción. Dan la bienvenida o temen a la parte de la ilusión para la que están preparados. Lo demás, lo ignoran o desprecian. Si se vislumbra la realidad fuera del templo de autologos, la tachan de monstruosa o niegan que sea realizable. Los dementes no se mezclan ni confunden con los locos por devoción o ambición. Si la locura de adoración al poder hubiera crecido en libertad, lejos de impertinentes censores, “creería poseer una cuota civil de ingenio y virtud”, que la sanaría para poder realizar, sin autologos, la democracia.
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