Hace unos días, un profesor de la universidad subió a la tribuna del Parlament para defender una ILP, una iniciativa legislativa popular avalada por 50.000 firmas. Pero en cuanto empezó a hablar, los parlamentarios abandonaron los escaños bostezando y salieron a fumar. El profesor, "indignado" por tan obvio "desprecio", prorrumpió en despectivos exabruptos.
No le faltaba razón, porque sus señorías a cambio de sus sueldos deberían guardar las formas, o sea, disimular el desprecio que les merece la sociedad a la que "representan"; por eso precisamente se llama a los Parlamentos cámaras "de representación popular". Sin embargo, al profesor Caja no debería asombrarle lo sucedido, pues ya advirtió Peter Sloterdijk en El desprecio de las masas que a las masas algunos las adulan, y otros las arengan o las insultan, pero todos las desprecian. Incluso la misma masa se desprecia a sí misma, ya que una de sus características más evidentes es que todos y cada uno de sus miembros desean distinguirse de ella.
Hemos traído aquí esa escena para ilustrar el fenómeno de la paulatina pero constante reducción de todos los valores del juicio al desprecio, como si viviéramos en los versos de Almafuerte: "Yo repudié al feliz, al potentado, / al honesto, al harmónico y al fuerte, / porque pensé que les tocó la suerte / como a cualquier tahúr afortunado".
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