El espectáculo lamentable del poder judicial no cesa sino para empeorar. La última hazaña del inefable magistrado del Supremo, Bacigalupo —el importado y cooptado por el PSOE—, ha sido la de apuntillar a la “acción popular” en los procedimientos penales y se une a sus servicios prestados al poder político y al empresarial, como ya ocurrió con los GAL en beneficio del nuevo gran sabio europeo, Felipe González, al que judicialmente no se podía estigmatizar, por sus evidentes responsabilidades políticas, y más que probables penales, en el crimen de Estado y la corrupción de su régimen. O en el furioso ataque —ésa sí presunta prevaricación— al juez Javier Gómez de Liaño, al servicio del que entonces era don Jesús del Gran Poder. Y ahora al servicio de otros poderosos del dinero a los que, una vez protegidos por la Fiscalía del Gobierno y la muy presunta abogacía del Estado, se les quita de en medio la “acción popular”, una vez que decae, por compra, muerte o aburrimiento, la acusación particular, exista o no el delito.
Y no hay partido político, ni en la izquierda, la derecha o el nacionalismo, que se rasgue las vestiduras o que levante la voz porque en el sistema o en el régimen partitocrático español la soberanía reside en el aparato de los grandes o medianos partidos, a pachas con el poder financiero y ambos dos como dueños y señores del Parlamento y de la Justicia, de la que cada vez queda menos, porque se van acumulando graves y truculentas experiencias, convertidas en jurisprudencia, en precedentes o, simplemente, en extraños ataques de ceguera. Con las que justifican, en un momento, la negociación con los terroristas y la vista gorda de la Fiscalía y de los jueces sobre los criminales, tal y como lo hemos apreciado en recientes autos de Garzón —máximo exponente de la promiscuidad con todo poder— y declaraciones del fiscal general durante el último y fallido intento de ese pacto político con ETA, que no fue un diálogo para el abandono de las armas.
Y si esto hacen los Bacigalupos, Garzones y Pumpidos, respectivamente, en el Tribunal Supremo, la Audiencia Nacional y la Fiscalía del Estado, qué vamos a contar sobre lo que está pasando en el Tribunal Constitucional, donde asistimos a una encarnizada lucha por las mayorías, simplemente porque ya se sabe lo que los magistrados pretenden votar a las órdenes de su respectivo partido, y por encima y al margen del orden constitucional. Y a no perder de vista la flagrante bronca pública de la vicepresidenta del Gobierno a la presidenta del Constitucional, o el reciente y sospechoso estrambote del magistrado García Calvo, que veremos cómo acaba.
Y desde luego se dirá que España es un Estado de Derecho, como lo era en el franquismo, con su legislación y jurisprudencia, pero cualquier intento de definir España como un Estado de Derecho democrático, o que hable de la separación de los poderes del Estado y de la independencia judicial, es una falacia y una broma de mal gusto, bien fácil de desmontar, a nada que se analice someramente lo que ocurre a diario en nuestro país, por causa de la dependencia del poder judicial del poder ejecutivo, y éste del aparato de los partidos —donde tampoco existe democracia interna—, que van a medias con otros poderes fácticos como los que les garantizan su financiación, a fondo perdido.
En estas circunstancias no sorprende que la Corte de Estrasburgo tome en consideración algunas de las demandas de Batasuna, cuyo líder supremo, Otegi, fue calificado por el presidente Zapatero como “un hombre de paz”. Como tampoco sorprende que en las proclamas partidarias y electorales de los grandes partidos nadie proponga un proyecto de reforma a fondo de este poder judicial a favor de la auténtica independencia de la Justicia. Vimos el regalo que CiU le hizo al poder judicial con el envío al Consejo del gánster de Estevil, o qué hizo el PSOE con los GAL y la corrupción en el felipismo, o el PP con la instrucción, el juicio y la sentencia de la masacre del 11M. Y lo que es peor, en las asociaciones de jueces, fiscales, abogados y demás cuerpos jurídicos nadie se moviliza para intentar una reforma que facilite la independencia del hoy escarnecido y desprestigiado poder judicial.
O sea, no es que hayan matado a Montesquieu los próceres de la partitocracia española, es que, aprovechando la revisión histórica y el levantamiento de tumbas de pasadas guerras, están profanando su cadáver, no vaya a ser que alguien lo reivindique y lo ponga en pie.
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