Los problemas de la economía española se han convertido, de forma un tanto inesperada, en protagonistas de la campaña electoral. El fuerte crecimiento del paro en las últimas semanas, la caída de los salarios reales y las perspectivas de una significativa desaceleración de la economía en 2008 han empañado lo que el Partido Socialista venía considerando como los principales logros de su política económica: una tasa de crecimiento superior a la media europea y la creación de puestos de trabajo, que ha permitido dar empleo a los nuevos inmigrantes y elevar de forma significativa el número de cotizantes a la Seguridad Social. Frente a estos éxitos se pueden presentar, ciertamente, resultados muchos menos brillantes, como una bajísimas tasas de crecimiento de la productividad, una inflación sostenida más alta que la media de los países de la zona euro y el déficit exterior más elevado, en términos de PIB, de los países desarrollados. Pero lo importante es que, hasta hace pocas semanas, predominaba en el país una sensación de prosperidad que hoy claramente ha desaparecido.
Existen también, sin embargo, en la economía española otros problemas a los que la opinión pública es mucho menos sensible, pero que no por ello son menos importantes. Me refiero al deterioro que las instituciones reguladoras han experimentado a lo largo de los últimos años. Por desgracia, lo que está sucediendo en la actualidad demuestra que, después de tres décadas de democracia, nuestro país ha sido incapaz de crear instituciones que puedan actuar con un mínimo de independencia frente al partido que nombra a sus miembros. Y una prueba más de que nuestro sistema funciona muy mal en este aspecto es que todo el mundo da por supuesto que esto es lo normal y, por tanto, a nadie le extraña. Vivimos en un país en el que la prensa, las radios y los restantes medios de comunicación hablan de los miembros de las comisiones reguladoras, de los vocales de los consejos audiovisuales o de los magistrados del Tribunal Constitucional como de personas sujetas a la disciplina de partido, de quienes nadie espera otra cosa que el voto favorable a los intereses de quienes en su día les auparon al cargo. Si algún miembro de estas instituciones tratara de actuar de forma realmente independiente sería considerado, seguramente, como un tipo extravagante al que no habría que hacer demasiado caso. Y si hubiera un cambio de partido en el gobierno de la nación y éste se esforzara en conseguir que los organismos reguladores actuaran con verdadera autonomía, sería tachado de ingenuo y se le pronosticaría poco tiempo en el poder. ¿A quién se le ocurriría luchar por la independencia en las grandes instituciones del país, cuando sabido es que el partido que le sustituya en el gobierno va a hacer todo lo posible por utilizarlas en su propio beneficio?
Lo peor es, seguramente, que si la imparcialidad de tales organismos preocupó siempre poco, la única estrategia de quienes hoy gobiernan consiste en situar en los puestos relevantes a personas que tengan reconocida fidelidad al poder en cada momento. Que el precio a pagar sea que los españoles cada vez crean menos en sus instituciones y que, para la gran mayoría de nuestros conciudadanos, sea lo mismo presidir un órgano regulador supuestamente independiente que ocupar un cargo en el gobierno no parece despertar preocupación alguna. Sinceramente, visto lo visto, ¿qué hemos ganado con el hecho de que, en el papel, no sea el gobierno el que tome de forma abierta determinadas decisiones y que sea un órgano falsamente imparcial quien lo haga? ¿Qué diferencia hay entre lo que está sucediendo en la actualidad y nuestro viejo sistema en el que el ministro o el director general de turno adoptaban las medidas que consideraban pertinentes sin mayores problemas?
Cambiar de rumbo no será fácil, desde luego, ya que en los últimos cuatro años la situación ha empeorado de forma significativa. Lo que pudo haberse hecho en su momento con la colaboración de todos resulta hoy muy difícil, una vez que la práctica política se ha orientado por caminos tan poco recomendables y -lo que es aún peor- una vez que casi todo el mundo considera aceptable que un gobierno pretenda aparecer como un árbitro imparcial tras haber saltado al campo con la camiseta de uno de los equipos que juegan el partido.
Blogged with Flock
No hay comentarios:
Publicar un comentario