martes, 10 de junio de 2008

Café para todos

María Teresa Giménez Barbat, portavoz de UPyD en Cataluña, escribe el 9 de junio de 2008 en El Mundo (Cataluña):

‘Estos días se discute si el Tribunal Constitucional aprobará o no que se defina a Cataluña como nación en el preámbulo del nuevo Estatut. Yo creo que sería un gran error y que inauguraría una nueva cadena de ambigüedades y despropósitos en un país como el nuestro que lo que necesita es que los políticos dediquen su tiempo a los graves problemas que se avecinan, como la difícil situación económica que algunos ya sienten en carne propia. Y lo creo así porque soy catalana y -como toda persona normal, no voy a presumir de un sentimiento que es hermoso, espontáneo y de sentido común- quiero lo mejor para los míos y para mi tierra. Lo mejor para nosotros es potenciar políticas que favorezcan la no diferenciación.

¿Cómo podemos hacernos oír los catalanes como yo? No es fácil. Se ha instaurado, por culpa del nacionalismo, un modo de pensar en el que si no exhibes una postura maximalista en cuestiones de carácter simbólico (que, no olvidemos, tienen consecuencias sociales y jurídicas) no eres buen catalán. Aquí, para serlo, parece que hay que pedir la Luna, aunque nos haga maldita la falta y sólo aporte beneficios a determinados sectores políticos. Soy una catalana de estas «de toda la vida». No quiero decir que lo sea más o menos que nadie, por favor. Sólo describo un caso muy generalizado.

Nacida en el barrio de Sants, en la segunda parte de los años 50, con un padre aragonés pluriempleado y criada por una madre Barbat y una yaya Tutusaus, apenas hablaba castellano cuando empecé la escuela. Les aseguro que nunca pude imaginar que mi lengua materna llegase a tener un status, una difusión y un reconocimiento como el que tiene en la actualidad. Aún recuerdo de qué manera tan precaria me escribía con mis amigas en mis vacaciones de adolescente. Tampoco pude imaginar que Cataluña fuera a tener el nivel de autonomía y competencias del que disfruta en la actualidad.

Pero el nacionalismo es insaciable por su propia naturaleza, se alimenta de la vindicación y del agravio y, desde hace varios años, asisto a la instauración de una cultura localista y de confrontación que, por una parte va en contra de valores muy arraigados que compartimos muchos ciudadanos y que, por otra, nos perjudica gravemente a todos los catalanes.

Hablemos de valores. No deberíamos reclamarnos nación porque el único significado que tiene en este preámbulo es su acepción de unidad basada en la lengua o en la cultura, es decir opuesto a la idea de nación como ámbito donde los ciudadanos, tengan la lengua, la cultura o la tradición que tengan, disfrutan en su conjunto de unos derechos y unas libertades comunes para todos. Es decir que, si lo hacemos, nos acogemos a una definición totalmente arcaica de la idea de nación. Nada que ver con esa catalanidad universal que tanto añoramos, en mi modesta opinión.

Hablemos de lo que nos va a hacer daño. No hay que ser un lince para ver en esta reclamación un deseo de singularizar a un territorio y a unas gentes y de colar por ahí unas reclamaciones sobre supuestos derechos históricos que no van estar disponibles para muchos españoles. Que los de Albacete no son tontos. Ni los de Madrid.¿Nos interesa algo tan antipático? ¿Qué impresión puede causar entre nuestros hermanos y compatriotas que exijamos un status que instaure definitivamente la diferencia, la mezquina oposición a la generalización del derecho, el abominado café para todos. Yo soy tan catalana como cualquiera, pero, si el café es bueno, lo quiero tanto para el ciudadano de Igualada como el de la Almunia de Doña Godina. Discriminación y abuso, ninguno.

Exijo como española tantas autovías como los madrileños y toda esa barbaridad de ordenadores que tienen los extremeños y que parece que ya no saben ni qué hacer con ellos. Pero lo que es bueno para mí, es bueno para los demás y viceversa.

Michel de Montaigne afirmó: «Considero a todos los hombres como mis compatriotas y abrazo tanto a un polaco como a un francés, subordinando este vínculo nacional al universal y común» y nadie podría decirlo mejor. Rechazo vehementemente esta forma de ser catalán que de manera sistemática, pertinaz y utilizando mis impuestos insisten en imponerme nuestros nacionalistas, que son, por desgracia, casi todos, empezando por el PSC.

Sostengo, como hace mi partido, UPyD, un ideario universalista y antirelativista que defiende que las mismas ideas, valores y leyes básicas son igualmente válidas para cualquier individuo en cualquier territorio, sea español o del mundo. Todo derecho, aunque sea ese café tan preciado, es universalizable.

En un mundo globalizado, y el nuestro lo es cada vez más, tenemos urgencia por encontrar puntos en común en los que edificar una nueva cultura planetaria que nos defienda de tantos peligros como nos acechan. ¿Y vamos a cultivar la involución en nuestra propia casa? Los sentimientos de pertenencia al grupo evolucionaron para ser selectivos y son los más fáciles de manipular. Pero estamos en condiciones de superar esas tendencias propias de primate. Los seres humanos somos los únicos capaces de universalizar nuestros valores.

¿Cómo decidir cómo actuar? El psicólogo y etólogo Franz de Waal en su libro Primates and Philosophers nos da la clave: «Es sólo cuando hacemos juicios imparciales y generales que podemos empezar a hablar de aprobación moral o de desaprobación moral». Si el único camino de supervivencia es trascender determinadas emociones y motivaciones que un día fueron propias de un grupo, de una nación, de una comunidad religiosa y ponerlas al servicio de una comunidad humanista universal, ¿qué hacemos en Cataluña, una vez región cosmopolita, cultivando suicidamente la diferencia y la centrifugación de todo cuanto nos une?

Nuestro programa de partido afirma que «la base de la ciudadanía democrática es la igualdad en libertad: iguales leyes para todos y todos iguales ante las leyes. Este objetivo exige, como es lógico, la cohesión institucional y simbólica del Estado encargado de definir y garantizar los derechos concretos de los ciudadanos». Por eso, por ser cosmopolitas y universalistas, nos pronunciamos a favor de que la palabra nación se siga reservando para este ámbito legal que nos acoge a todos, catalanes y españoles, con nuestros derechos y obligaciones compartidas y con el disfrute igualitario de las libertades. No estamos para achicar espacios, sino para ampliarlos. Y, si no tenemos bastante con ello, pensemos, por una vez, en la balanza comercial y en quién nos compra qué’.

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