A la financiación autonómica le sucede algo parecido. Desde que el vicepresidente Solbes lanzó oficialmente el debate allá por el mes de julio, todo han sido declaraciones grandilocuentes, pero ni una cifra que llevarse a la boca. Todo apuntaba a que antes de acabar el año, los ciudadanos conocerían la propuesta del Gobierno, pero hete aquí que llega 2009 y continúa sin conocerse ni una mísera cifra, que en última instancia es lo que preocupa a los contribuyentes. Mucha filosofía y mucha farfolla que sólo abunda en lugares comunes (garantía de suficiencia global o mayor equidad del sistema), pero a la vista del documento presentando ayer por el Gobierno a las comunidades autónomas es imposible conocer la repuesta a tres preguntas clave: ¿Cuánto costará el nuevo sistema (es absurdo hablar de nuevo modelo); ¿a quién beneficiará más? y, sobre todo, ¿hacia dónde se dirige un país que cada cinco años ve empequeñecer la figura de la Administración central del Estado a favor de las comunidades autónomas?
Vaya por delante que uno de los mejores inventos que ha alumbrado España en 31 años de democracia tiene que ver con la existencia de administraciones periféricas que acercan la acción del gobierno a los ciudadanos en sus diferentes ámbitos (local o autonómico). Esas buenas intenciones se plasmaron de una forma un tanto incoherente -el espadón militar estaba ahí- en la Constitución de 1978, pero el Título VIII sirvió para que el proceso autonómico echara a andar. Y no hay ninguna duda de que este país ha dado un gran salto adelante en las tres últimas décadas en todos los órdenes. Gracias, entre otras cosas, a la descentralización territorial del gasto público.
Un modelo agotado
Ese modelo, sin embargo, parece agotado y no da más de sí en sus actuales términos, dado que está generando todo tipo de duplicidades e ineficiencias del gasto público. De ahí que sea necesario un nuevo modelo de financiación que vaya mucho más allá que un simple reparto de dinero por parte del ministro de Economía de turno de forma más o menos arbitraria, y que se distribuyen en franca camaradería las regiones. Uu dinero que, por cierto, no tiene la Administración central, por lo que será financiado vía endeudamiento, lo cual es un auténtico disparate. Las pymes y las familias no disponen de recursos suficientes para financiar sus necesidades, mientras que las administraciones saturan los mercados internacionales de crédito en busca de liquidez. Todo un ejemplo de solidaridad. Eso significa, además, que los miles de millones de euros que cueste el nuevo sistema -destinado a financiar gasto corriente- no se va pagar subiendo los impuestos o reduciendo el gasto público, como sería lo razonable, sino que la próxima generación tendrá que hacer frente a esas deudas. Otro ejemplo de solidaridad intergeneracional.
Lo peor, sin embargo, es que el nuevo sistema avanza un poco más en el desmantelamiento de la imposición directa como eje vertebrador del Estado en materia fiscal. En lugar de caminar hacia la creación de tributos autonómicos, se da otra dentellada al Impuesto sobre la Renta. No sólo se amplía la cesión del IRPF hasta el 50%, sino que, sobre todo, el impuesto queda deshilachado al aumentar la capacidad normativa de las regiones en asuntos tan capitales como el mínimo personal o familiar, la política de deducciones en cuota o la modulación de escalas de gravamen en función de lo que dictamine cada parlamento regional. Poniendo en serio peligro, además, la unidad del mercado en materia fiscal.
Redistribución de la renta
Es decir, que en lugar de conservar un instrumento eficaz para la redistribución de la renta y el bienestar en el conjunto del país, se opta por su territorialización, lo cual deja al Estado inerme para afrontar determinadas decisiones de política económica. Máxime si se tiene en cuenta que se trata de un impuesto con enorme potencia recaudatoria.
Parecería más razonable la existencia de impuestos estrictamente autonómicos complementados con aportaciones del Estado para asegurar una calidad homogénea de los servicios públicos esenciales, lo cual tendría una doble ventaja. En primer lugar, esa imposición autonómica sería más transparente y, por lo tanto, más ‘visible’ para los ciudadanos. Como consecuencia de ello, los políticos locales estarían en la obligación de dar la cara ante sus electores sobre el nivel de presión fiscal que se aplica a cada territorio. Lo que sucede ahora es que los ‘barones’ regionales –de todos los signos políticos- se escudan tras la silueta demadrid para ocultar sus vergüenzas. Acusando a los gestores del Estado de ser inclementes con las demandas sociales.