Antonio García-Trevijano comienza el año con este artículo en el Diario de la República Constitucional:
Los cuerpos están habituados a moverse, a trasladarse de un sitio a otro, a consumir energía, a inquietarse, a gastarse. Las almas tienden a la quietud, a la estabilidad, a la permanencia en el estado de la primera conciencia de sí mismas, al ahorro de pensamientos nuevos, a conservarse. Los cuerpos agonizan, en los estadios, los límites de su potencia. Las almas manifiestan, en sociedad, la íntima complacencia en ser como son, el conformismo de sus facultades para no desear otros modos de vida superior. La resistencia de la materia a ser transformada es menor que la inflexibilidad del espíritu a ser inclinado hacia su mejor estar en nuevas situaciones. Es el drama de la libertad colectiva, la política. Pocos sienten la necesidad espiritual de su realización, porque pocos saben que la libertad es la libertad de los otros.
En todos los tiempos y lugares han surgido espíritus innovadores. Minorías indomables sacaron a su congéneres de las cavernas y los llevaron, con el dominio de la materia por la ciencia y la técnica, a otros modos civilizados de vivir la vida colectiva, y a contemplarse como seres capaces de superar rudimentarias formas de existencia. Sin embargo, el progreso material, el avance en la conquista de la Naturaleza, resultó ser bastante más fácil que el progreso moral, el avance en la conquista de la libertad política. Sería raro encontrar hoy algún espíritu selecto que defienda la utilidad social de la esclavitud. Tan raro como encontrar pensadores de la libertad en Europa que condenen, moral y políticamente, la servidumbre voluntaria en que se basa el Estado de Partidos. Un servilismo del alma colectiva que indignó a La Boétie, bajo el absolutismo monárquico, y que todavía sigue indignando a los escasos defensores de la libertad política de los gobernados, contra el consenso mayoritario que acepta, como si fuera normal, el privilegio estatal otorgado a los partidos para detentarla en exclusiva.
No se trata tanto de acabar con la corrupción implicada en todas las formas de sinarquía -la oligocracia del Estado de Partidos es la más cerrada-, ni de buscar fórmulas políticas que fomenten el esfuerzo colectivo para superar la crisis económica y la quiebra de la conciencia nacional, como de acceder a la dignidad de la vida en común, mediante la participación en la conquista de la libertad política. Ese afán de dignidad personal y colectiva, ese ánimo de progreso moral, define la última esencia de lo humano. Un espíritu de conquista de la libertad, frente al dominante espíritu de comercio y lucro incorporado a la Monarquía de Partidos, ilumina y guía la voluntad de todos los que levantan aquí, a diario, sin esperar recompensas materiales ni necesitar estímulos externos, el valiente, noble y brillante estandarte de la República Constitucional. En esa única bandera común hay una consigna escrita con letras de oro: Hacia Adelante. La cumpliremos.