Este año parece no tener suficiente con un ya muy bien ganado registro en la historia económica y financiera, de la mano de la mayor destrucción de riqueza financiera y del más prolongado y costoso colapso crediticio. También quiere engrosar la historia de la infamia, con uno de los mayores fraudes de Wall Street, el derivado de la gigantesca pirámide creada por la firma Bernard L. Madoff Investment Securities, el mayor esquema Ponzi jamás concebido, tal como el FBI y la Securities and Exchange Comisión (SEC) lo han calificado.
Charles Ponzi fue aquel emigrante italiano que estafó a miles de residentes en Nueva Inglaterra, en los años veinte del siglo pasado, mediante la inversión en cupones postales que garantizaba un rendimiento cierto y elevado, muy superior al que aportaban la mayoría de las inversiones de entonces, desde luego mucho mayor que la de las cuentas de ahorro.
En esencia, la garantía de la rentabilidad se basaba en el sostenimiento de una pirámide simple en la que los ingresos procedentes de nuevos inversores atendían las posibles retiradas de fondos de los precedentes. Nada nuevo, incluso demasiado familiar para algunos modestos inversores españoles, tan ingenuos como ávidos de excepcionales beneficios.
La explicación fundamental de la excesiva frecuencia con que en todo el mundo se han sucedido este tipo de fraudes descansaba hasta ahora en la ignorancia: en la fácil complicidad entre la codicia y la estupidez. En consecuencia, cobra toda su virtualidad la extensión de la alfabetización financiera como condición necesaria par evitar que se extendiera el dominio de los desaprensivos.
Pero resulta que las victimas de la estafa de Madoff son grandes inversores o instituciones, entre los que no faltaban importantes hedge funds y fondos de fondos. Es, efectivamente, el Ponzi más selecto de la historia. Su diseñador no es precisamente un recién llegado, sino una de las leyendas vivas de Wall Street.
Como el propio Madoff acaba de reconocer ante las autoridades federales, estamos ante un fraude cuyas pérdidas superarán muy probablemente los 50.000 millones de dólares, con notables damnificados en varios continentes. Al igual que en las versiones más elementales de la pirámide ponziana, la excesiva concentración de retiradas de fondos, ahora de algunos grandes clientes, ha sido la desencadenante de la quiebra.
Quizás ese halo de exclusividad, la extremada selección de sus inversores en la que basaba su estrategia comercial, la exhibición de que no sólo se reservaba el derecho de admisión, sino que se permitía rechazar inversores que él no consideraba de suficiente abolengo, es lo que amparó esa ceguera en el escrutinio del comportamiento de Madoff como inversor y, ya veremos, si la laxa supervisión de su política de inversiones.
Sólo algunos analistas o competidores cayeron en la cuenta de la envidiable estabilidad: de la casi absoluta insensibilidad que mostraban sus resultados a los vaivenes de los mercados bursátiles. A los interrogantes, incluso a las denuncias, de algunos de estos (ahora estamos conociendo advertencias que apenas se difundieron en su momento) se les respondía con los informes de una muy cuestionable compañía de auditoría.
La insuficiente transparencia vuelve a manifestarse como uno de los rasgos característicos de esa época de las finanzas que ha de darse pronto por superada en aras de que la ya identificable desafección y falta de confianza de los ciudadanos y pequeñas empresas en los sistemas financieros no vaya a mayores.
La trascendencia del episodio protagonizado por Madoff no será menor. Cuando apenas se han empezado a digerir las consecuencias de la mayor crisis crediticia de la historia son las insuficiencias de la supervisión del sistema financiero más avanzado del mundo las que vuelven a generar una razonable inquietud.
En el contexto actual de creciente integración financiera internacional, las consecuencias de fallos de mercado o de supervisión, dejaron hace tiempo de ser locales. Así lo exhiben las pérdidas de riqueza financiera de millones de inversores de todo el mundo tras el contagio generado por la convulsión de las hipotecas subprime.
La inquietud es mayor si cabe por las dificultades que episodios como el ahora conocido suponen para la recuperación de la normalidad en el funcionamiento de los mercados financieros, condición necesaria para anticipar el momento de superación de ese otro registro del que podrá hacer gala 2008: la recesión más generalizada de las ultimas décadas
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