La descentralización ha sido buena para España, pero puede que haya llegado demasiado lejos
Autor: Michael Reid Traducción: Juan Luis Calbarro
La mayor dificultad para los redactores de la Constitución española de la Democracia fue encontrar un compromiso aceptable entre el gobierno centralista y las reclamaciones de autonomía de Cataluña, País Vasco y Galicia. La fórmula que encontraron fue conocida como café para todos: España fue dividida en 17 comunidades autónomas (más las ciudades enclave de Ceuta y Melilla en la costa de Marruecos), cada una con su propio parlamento electo y su propio gobierno. Este estado de las autonomías pareció una solución limpia. Los gobiernos regionales son ahora responsables de escuelas, universidades, salud, servicios sociales, cultura, desarrollo urbano y rural y, en algunos lugares, policía. Pero se está revelando claramente que, pese a que ha resuelto algunos problemas, la descentralización ha creado otros.
El estado de las autonomías tiene varios beneficios claros. Primero, como dice el presidente Zapatero, “reparte el poder e impide su concentración”, y en ese sentido refleja “el mejor pensamiento liberal”. Segundo, al acercar al pueblo el poder de decisión sobre los servicios, ha mejorado éstos. Tercero, estimula la competencia entre regiones: la rivalidad entre Barcelona y Madrid puede haber adquirido últimamente matices de desconfianza, pero en esencia es una tensión creativa. Y, cuarto, el sistema ha reducido las desigualdades entre regiones, o al menos ha impedido que crezcan.
Para comprender el éxito de la descentralización no hay que mirar a Cataluña ni al País Vasco, sino al sur. En los setenta, Andalucía se parecía mucho más a África que a Europa, y no sólo geográficamente. Los jornaleros vivían en régimen de semiesclavitud, y uno de cada cinco adultos era analfabeto. Hoy, en muchos sentidos, se ha eliminado el abismo que la separaba del resto de España. El sur es todavía más pobre que el norte, pero en España ya no se puede hablar de nada parecido al mezzogiorno italiano.
En otras áreas del país, Valencia y Zaragoza se han convertido en ciudades pujantes, con una vida económica y cultural propia, y la metamorfosis de Bilbao –de centro industrial decadente a polo turístico y cultural–, impulsada por su Museo Guggenheim, se ha convertido en un ejemplo de libro de regeneración urbana.
Todo esto ha tenido un precio político. Primero, ha conducido al renacimiento de un viejo fenómeno político español, el del cacique o jefe político provincial, como apunta Antonio Muñoz Molina, un novelista de éxito. Jordi Pujol gobernó Cataluña durante 23 años; Manuel Fraga, un exministro de Franco que fundó el partido antecesor del PP, gobernó Galicia durante 15 años; y de Manuel Chaves, un socialista que preside el gobierno regional de Andalucía desde 1990, se dice que, más que gobernar, reina.
Estos modernos príncipes tienen sus cortes. “Todos los gobiernos regionales quieren tener sus propias universidades, museos de arte contemporáneo y museos de ciencias”, dice Josep Ramoneda, que dirige el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona. “En los Estados Unidos sólo hay un Hollywood. Aquí quieren 17.” En Andalucía el gobierno regional es, con gran diferencia, el mayor empleador y el mayor anunciante en la prensa regional. Cada gobierno regional tiene su propia emisora de televisión. Zapatero acostumbra a celebrar “conferencias de presidentes” regularmente con sus homólogos regionales. La última atrajo a 600 periodistas. “Parecía la Asamblea General de las Naciones Unidas, con seis o siete unidades móviles en el exterior”, observa Enric Juliana, un periodista de La Vanguardia, un periódico de Barcelona.
Los gobiernos regionales incluso se involucran en los asuntos exteriores. Algunos tienen presupuestos de cooperación internacional. Muñoz Molina, que dirigió el centro de Nueva York del Instituto Cervantes, una institución que promueve la cultura española en el extranjero, recuerda que los presidentes regionales solían aparecer en aquella ciudad con enormes séquitos. La mayor parte de estas visitas estaban mal organizadas y no conseguían más fruto que una cobertura favorable en sus propios medios de comunicación cautivos.
Café sólo para nosotros
Pero este alarde de descentralización no ha aplacado a los políticos en Cataluña, País Vasco y Galicia. Esto es así porque nunca desearon el café para todos: ellos lo querían sólo para sí, como reconocimiento de que ellos eran diferentes. Todavía persiguen lo mismo, pese a que España sea hoy un país extraordinariamente descentralizado en el que los vascos, por ejemplo, disfrutan de un mayor grado de autonomía que ninguna otra región de Europa. Sus demandas dificultan el diseño de una legislación estable y permanente.
Los nacionalistas catalanes y vascos arguyen que, al contrario que –por ejemplo– La Rioja o Murcia, sus territorios son naciones, no regiones (ni nacionalidades, en la confusa formulación constitucional), e invocan la historia para apoyar su reivindicación. “Aquí el conflicto data de 1836”, insiste Joseba Aurrekoetxea, un líder del Partido Nacionalista Vasco (PNV), refiriéndose a la guerra carlista tras la que el gobierno central revocó los privilegios fiscales vascos (restaurados en 1979). “Cataluña fue siempre distinta”, dice Artur Mas, quien reemplazó a Jordi Pujol como líder de CiU. “Desciende del reino medieval de Aragón, y se rebeló contra Madrid en 1640 y 1701.”
Pero el nacionalismo catalán y vasco son creaciones del siglo XIX. Surgen de la industrialización, que hizo de estas regiones las más ricas del país y las que recibieron inmigrantes de todo el resto de España. En aquella época, el estado español, al contrario que el francés, carecía de los recursos necesarios para integrar el país, dice Antonio Elorza, un politólogo vasco en la Universidad Complutense de Madrid. De no ser por ello, Cataluña y el País Vasco habrían permanecido tan contentos en España como el Languedoc o Bretaña lo están en Francia.
Tal vez porque la reivindicación histórica de la nacionalidad es débil, el lenguaje se ha convertido en una obsesión para los nacionalistas. Franco prohibió el uso público del catalán, del euskera y del gallego. La Constitución de 1978 hizo estos lenguajes cooficiales junto con el español en sus respectivos territorios. En Cataluña, la política oficial de la Generalidad (el gobierno regional), tanto bajo los nacionalistas (algunos de los cuales son en realidad regionalistas) como ahora bajo los socialistas, es la del bilingüismo. En la práctica, esto significa que toda la enseñanza primaria y secundaria se imparte en catalán; el español se enseña como lengua extranjera. El catalán es también la lengua del gobierno regional. Un español que no hable catalán no tiene apenas oportunidades de enseñar en una universidad en Barcelona. Una obra de teatro o una película en español no será subvencionada con fondos públicos. “Si no hacemos un gran esfuerzo por preservar nuestra lengua propia, podría desaparecer”, dice Mas.
El catalán y el español más o menos se entienden recíprocamente. No sucede lo mismo con el euskera, que no pertenece a la familia de las lenguas indoeuropeas. El gobierno vasco permite que las escuelas escojan entre tres currículos alternativos: uno en euskera, otro en castellano y el tercero mixto. Pero, en la práctica, sólo las escuelas de las zonas de inmigrantes más pobres ofrecen el currículo en español. Pese a estos esfuerzos, el vasco y el catalán están lejos de ser hablados universalmente en sus respectivos territorios: sólo aproximadamente la mitad de los catalanes usan habitualmente el catalán, y alrededor del 25% de los vascos hablan el euskera.El dogmatismo lingüístico de los nacionalistas está provocando una reacción social. Recientemente, el filósofo Savater, junto con un variado grupo de figuras públicas, desde Plácido Domingo, el tenor, hasta Iker Casillas, el portero del Real Madrid, firmó un manifiesto en defensa del derecho de los ciudadanos a ser educados en español. Fueron denunciados como “nacionalistas castellanos” en la prensa socialista. Pero tocaron una fibra. Muchos catalanes sensatos creen que el catalán estaría a salvo si permaneciese como el lenguaje de la escuela primaria, pero que Cataluña ganaría mucho si permitiese la elección entre catalán y español en la secundaria.
El poder del lenguaje
La disputa sobre el lenguaje versa, en realidad, sobre el poder. “El problema con los nacionalistas es que cuanto más les das, más quieren”, dice Savater. Lo que algunos de ellos buscan es la independencia; pero todos usan ésta como una amenaza más o menos explícita para alcanzar más dinero público y más poder. Las encuestas evidencian que no más de un quinto de los catalanes están remotamente tentados por la idea de la independencia. La cifra para los vascos es de alrededor de un cuarto, pese a que durante 30 años los nacionalistas han detentado el autogobierno y han controlado la educación y los medios de comunicación, y pese a la huida de aproximadamente el 10% de la población debido a la violencia de ETA, señala Francisco Llera, politólogo socialista en Bilbao.
El apoyo político de ETA está decayendo, aunque no ha desaparecido. El PNV está dividido entre un ala proindependentista dirigida por Juan José Ibarretxe, el presidente del gobierno regional, y los autonomistas de la cúpula del partido. Ibarretxe quiere celebrar un referéndum sobre el derecho de los vascos a la autodeterminación. Aurrekoetxea aduce que ETA no debería disponer de veto si los vascos desean expresar pacíficamente su opinión sobre su futuro.
El gobierno, el parlamento y los tribunales han bloqueado el plan del referéndum “porque es anticonstitucional”, dice Zapatero. “Daría la razón a ETA cuando dice luchar sobre la base de que se trata de un pueblo oprimido”, dice José Antonio Pastor, un socialista vasco. Él y muchos otros políticos no nacionalistas y sus familias se ven obligados a vivir con guardaespaldas las veinticuatro horas. Hay partes del País Vasco, en los valles más profundamente rurales de las fronteras de Vizcaya y Guipúzcoa, en los que los no nacionalistas no pueden hacer campaña libremente. Los socialistas esperan ganar las elecciones regionales vascas del próximo marzo. Para mejorar sus posibilidades, siguen la política de sus iguales catalanes: abrazar el nacionalismo cultural.
Contentar a los nacionalistas vascos y catalanes con más dinero se ha hecho más difícil. Al gobierno central le corresponde ahora sólo el 18% del gasto público; los gobiernos regionales gastan el 38%, los ayuntamientos el 13% y el sistema de la Seguridad Social el resto. Pero, de acuerdo con el nuevo estatuto de autonomía catalán, se les ha de entregar más dinero. Durante los próximos siete años, Cataluña deberá percibir una parte de la inversión pública equivalente a su peso en la economía española, lo que supondrá unos 5 billones de euros extras al año. Antes, Cataluña, aun siendo la cuarta región más rica de España, recibía menos gasto público per cápita que muchas otras. En particular se queja de que la inversión en sus trenes de cercanías ha sido desatendida.
Los vascos no tienen esas preocupaciones: cada provincia vasca y Navarra recaudan sus propios impuestos y entregan al estado menos del 10%. Pero se benefician del gasto en defensa del gobierno central, y son receptores netos del sistema de la seguridad social. Como resultado, la inversión pública per cápita en el País Vasco es la más alta de España.
El nuevo estatuto catalán reclama del gobierno un nuevo pacto para la financiación autonómica, pese a que el de 2001 se suponía definitivo. Pero es al gobierno central al que los españoles mirarán en busca de subsidios de paro o de gasto para combatir la recesión. Es probable que los gobiernos autónomos sufran recortes presupuestarios en 2010, si no el año que viene.
La capacidad del gobierno para llevar a cabo reformas económicas también se ve comprometida por la descentralización. Conforme los gobiernos autónomos asumen más y más competencias, las empresas afrontan costes más altos. Ahora que el servicio público de atención al desempleo ha sido descentralizado, José María Fidalgo, secretario general de Comisiones Obreras, el mayor sindicato de trabajadores, teme que los parados tengan que buscar trabajo en 17 websites diferentes.
Habría sido más fácil para todos si España hubiese adoptado el federalismo en 1978. Eso habría establecido reglas claras y atribuido responsabilidades fiscales y presupuestarias. El Senado podría haberse convertido en el lugar donde las regiones estuviesen formalmente representadas y pudiesen resolver sus diferencias, de manera similar al Bundesrat alemán. Pero los nacionalistas catalanes y vascos sólo aceptarán una confederación de varias “naciones”. El PP también se opone al federalismo.
Mientras tanto, España debe arreglárselas para salir adelante. “El gran proyecto español no está en peligro, pero es como una planta que requiere cuidados constantes”, dice Narcís Serra, que fue vicepresidente con Felipe González y ahora dirige Caixa Catalunya, una caja de ahorros. “Es importante que Cataluña esté cómoda en el proyecto.” El gobierno de Madrid podría hacer algunos gestos hacia las regiones, como trasladar algunas agencias regulatorias u otros organismos estatales fuera de la capital. Y ¿realmente sería el fin de España que los vascos, como los galeses, tuviesen su propia selección nacional de fútbol?
En los demás territorios del país, el antinacionalismo está empezando a despertar. Savater y Rosa Díez, una exdirigente socialista vasca, han fundado un nuevo partido de centro radical llamado Unión, Progreso y Democracia (UPyD), en un esfuerzo por combinar un liberalismo social con la defensa de la idea de España. Esperan aprovecharse de la creciente desilusión con los dos partidos principales. Pese a que no dispusieron de dinero ni de acceso a los medios, recibieron el 1,2% de los votos en las elecciones de marzo, lo mismo que el PNV. Pero debido a que el sistema electoral favorece desproporcionadamente el voto geográficamente concentrado, UPyD obtuvo sólo un diputado, la señora Díez, por seis del PNV. El partido espera mejores resultados en las elecciones al Parlamento Europeo el próximo junio, para las cuales todo el país forma una única circunscripción.
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