Enrique de Diego denuncia a la clase política como "casta parasitaria"
Carmelo López-Arias
La nueva obra-revulsivo del director de "A Fondo" en Radio Intereconomía destaca que el mal se gestó durante la Transición y ahora hay demasiados intereses creados que impiden ponerle coto.
En los últimos meses hemos venido dando cuenta a los lectores de El Semanal Digital de las iniciativas de nuestro colaborador Enrique de Diego para lograr una rebelión de las clases medias contra las imposiciones de unas Administraciones Públicas gigantes, caras, invasoras, ideologizadas y -por si les faltaran virtudes- ajenas cuando no contrarias a la continuidad histórica de la nación española.
Son ya varios los libros consagrados por De Diego a esta tarea: El manifiesto de las clases medias, Mieluristas: los nuevos pobres, Crisis planetaria: la quiebra del Estado de bienestar y, recién aparecido, Casta parasitaria. La Transición como desastre nacional (Rambla). Todos ellos textos claros, contundentes en la argumentación y coherentes en exigir que el Estado deje de sangrar a la población con el pretexto de prestarle servicios que suelen ser caros y poco eficientes, al tiempo que detrae cantidades sustanciosas del esfuerzo ciudadano para subvencionar un establishment cultural de paniaguados que se autoerigen en conciencia moral de los demás para causas tan variopintas como la guerra de Irak o el canon digital.
En Casta parasitaria De Diego afronta un problema de la España actual y estudia sus orígenes. Nos referimos a la creciente profesionalización, endogamia y hasta transmisión familiar del poder político por obra y gracia de los partidos. Es el ascenso de los apparatchik, gentes que desde su más temprana juventud no han conocido otra cosa que la disciplina de partido y el juego de batallas internas para ir ascendiendo en su jerarquía, y que sin apenas conocer la vida real de sus conciudadanos ni haber compartido jamás sus preocupaciones, han vivido siempre de las arcas públicas.
Como ejemplos paradigmáticos –aunque no únicos, por desgracia, ni exclusivos del PSOE- escoge nuestro autor a la ministra de Igualdad, Bibiana Aido, y a la secretaria de Organización socialista, Leire Pajín, procedentes de familias ya bien situadas en el aparato del poder, y que saben desde su juventud lo que es cobrar directa o indirectamente del Presupuesto, hasta lograr con insólita bisoñez un poder inmenso.
La Transición, desmitificada
Pero el problema no está en las personas, sino en el sistema político, y por eso habla De Diego, sin que resulte tremendista, de la Transición como "desastre nacional". Considera que dicho periodo que pilotó Adolfo Suárez fue un éxito en el corto plazo en cuanto a sus objetivos perentorios: el paso del régimen de Franco a la democracia y la aceptación de la monarquía por parte de la izquierda. Pero considera que se ha mitificado lo que fueron unos años de puro pragmatismo. Y así, por ejemplo, cuestiona en una ingeniosa argumentación el famoso y "generoso" harakiri de las últimas Cortes orgánicas, muchos de cuyos procuradores, con buen instinto de supervivencia, mantuvieron tras su teórico suicidio una larga carrera política en los nuevos partidos.
Lo peor de la Transición, señala, fue que generó una extensa clase política, multiplicada enseguida por 17 con el proceso autonómico, hasta crear "un Estado-botín de las burocracias de los partidos" (la frase es de Pablo Castellano), que cuesta sesenta veces más, señala De Diego, que el de 1975.
Esa clase política se ha convertido en clase parasitaria porque el sistema de listas cerradas y bloqueadas bloquea el ascenso del mérito en beneficio de la mediocridad y convierte la política en una vulgar aspiración a vivir siempre con un cargo público –el que sea- alimentando el bolsillo.
Con un problema nacional añadido: en la Transición se cedió lo indecible a los nacionalistas existentes y se alimentó el fenómeno; y así recuerda De Diego la escasa implantación de los nacionalismos, salvo el vasco y el catalán, en 1977, y cómo el proceso los ha hecho florecer en otras regiones otorgando a sus dirigentes un poder caciquista local y un poder de chantaje a nivel nacional que condiciona la estructura misma del Estado.
Como guinda del pastel, la ley d´Hont unida a la circunscripción provincial es el sistema perfecto para impedir que nazca un tercer partido nacional a modo de bisagra (ni CDS ni IU lo han conseguido), al tiempo que fortalece el poder de los partidos antinacionales.
Para colmo, la clase parasitaria se blindó a sí misma al incorporar la ley electoral a la Constitución, y se blindó contra toda posible rectificación de los errores al dejar la Carta Magna plagada de ellos, ahora casi imposibles de modificar por su exigente sistema de reforma.
El último tramo del libro lo consagra nuestro autor a denunciar cómo ni Felipe González ni José María Aznar utilizaron sus sólidas mayorías para regenerar el sistema.
Es un gusto leer y comentar los libros de esta serie de De Diego: son obras muy sólidas en los principios, muy coherentes y claras en la exposición, y muy movilizadoras porque están escritas con pasión y –sobre todo- con razón, con mucha razón y muchas razones. La rebelión de las clases medias dispone de un buen clarín.
Carmelo López-Arias
La nueva obra-revulsivo del director de "A Fondo" en Radio Intereconomía destaca que el mal se gestó durante la Transición y ahora hay demasiados intereses creados que impiden ponerle coto.
En los últimos meses hemos venido dando cuenta a los lectores de El Semanal Digital de las iniciativas de nuestro colaborador Enrique de Diego para lograr una rebelión de las clases medias contra las imposiciones de unas Administraciones Públicas gigantes, caras, invasoras, ideologizadas y -por si les faltaran virtudes- ajenas cuando no contrarias a la continuidad histórica de la nación española.
Son ya varios los libros consagrados por De Diego a esta tarea: El manifiesto de las clases medias, Mieluristas: los nuevos pobres, Crisis planetaria: la quiebra del Estado de bienestar y, recién aparecido, Casta parasitaria. La Transición como desastre nacional (Rambla). Todos ellos textos claros, contundentes en la argumentación y coherentes en exigir que el Estado deje de sangrar a la población con el pretexto de prestarle servicios que suelen ser caros y poco eficientes, al tiempo que detrae cantidades sustanciosas del esfuerzo ciudadano para subvencionar un establishment cultural de paniaguados que se autoerigen en conciencia moral de los demás para causas tan variopintas como la guerra de Irak o el canon digital.
En Casta parasitaria De Diego afronta un problema de la España actual y estudia sus orígenes. Nos referimos a la creciente profesionalización, endogamia y hasta transmisión familiar del poder político por obra y gracia de los partidos. Es el ascenso de los apparatchik, gentes que desde su más temprana juventud no han conocido otra cosa que la disciplina de partido y el juego de batallas internas para ir ascendiendo en su jerarquía, y que sin apenas conocer la vida real de sus conciudadanos ni haber compartido jamás sus preocupaciones, han vivido siempre de las arcas públicas.
Como ejemplos paradigmáticos –aunque no únicos, por desgracia, ni exclusivos del PSOE- escoge nuestro autor a la ministra de Igualdad, Bibiana Aido, y a la secretaria de Organización socialista, Leire Pajín, procedentes de familias ya bien situadas en el aparato del poder, y que saben desde su juventud lo que es cobrar directa o indirectamente del Presupuesto, hasta lograr con insólita bisoñez un poder inmenso.
La Transición, desmitificada
Pero el problema no está en las personas, sino en el sistema político, y por eso habla De Diego, sin que resulte tremendista, de la Transición como "desastre nacional". Considera que dicho periodo que pilotó Adolfo Suárez fue un éxito en el corto plazo en cuanto a sus objetivos perentorios: el paso del régimen de Franco a la democracia y la aceptación de la monarquía por parte de la izquierda. Pero considera que se ha mitificado lo que fueron unos años de puro pragmatismo. Y así, por ejemplo, cuestiona en una ingeniosa argumentación el famoso y "generoso" harakiri de las últimas Cortes orgánicas, muchos de cuyos procuradores, con buen instinto de supervivencia, mantuvieron tras su teórico suicidio una larga carrera política en los nuevos partidos.
Lo peor de la Transición, señala, fue que generó una extensa clase política, multiplicada enseguida por 17 con el proceso autonómico, hasta crear "un Estado-botín de las burocracias de los partidos" (la frase es de Pablo Castellano), que cuesta sesenta veces más, señala De Diego, que el de 1975.
Esa clase política se ha convertido en clase parasitaria porque el sistema de listas cerradas y bloqueadas bloquea el ascenso del mérito en beneficio de la mediocridad y convierte la política en una vulgar aspiración a vivir siempre con un cargo público –el que sea- alimentando el bolsillo.
Con un problema nacional añadido: en la Transición se cedió lo indecible a los nacionalistas existentes y se alimentó el fenómeno; y así recuerda De Diego la escasa implantación de los nacionalismos, salvo el vasco y el catalán, en 1977, y cómo el proceso los ha hecho florecer en otras regiones otorgando a sus dirigentes un poder caciquista local y un poder de chantaje a nivel nacional que condiciona la estructura misma del Estado.
Como guinda del pastel, la ley d´Hont unida a la circunscripción provincial es el sistema perfecto para impedir que nazca un tercer partido nacional a modo de bisagra (ni CDS ni IU lo han conseguido), al tiempo que fortalece el poder de los partidos antinacionales.
Para colmo, la clase parasitaria se blindó a sí misma al incorporar la ley electoral a la Constitución, y se blindó contra toda posible rectificación de los errores al dejar la Carta Magna plagada de ellos, ahora casi imposibles de modificar por su exigente sistema de reforma.
El último tramo del libro lo consagra nuestro autor a denunciar cómo ni Felipe González ni José María Aznar utilizaron sus sólidas mayorías para regenerar el sistema.
Es un gusto leer y comentar los libros de esta serie de De Diego: son obras muy sólidas en los principios, muy coherentes y claras en la exposición, y muy movilizadoras porque están escritas con pasión y –sobre todo- con razón, con mucha razón y muchas razones. La rebelión de las clases medias dispone de un buen clarín.
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