Artículo del Instituto Juan de Mariana (IJM) sobre el plan de rescate financiero que el Gobierno ha aprobado en el Consejo de Ministros de hoy mismo
El Gobierno ha aprobado constituir un fondo de hasta 50.000 millones de euros para proporcionar liquidez al sistema bancario cuya finalidad es permitir que las entidades de crédito vuelvan a financiar a las familias y a las empresas españolas. Sin embargo, este objetivo genérico no explica cuáles son las concretas y reales necesidades financieras de los bancos y cajas españoles. No es un tema baladí, ya que las necesidades condicionan los mecanismos con los que debería contar el plan e incluso la valoración que merece.
Grosso modo, la propuesta del Gobierno puede ir destinada a solucionar tres problemas de las entidades de crédito:
a) Dificultad para refinanciarse a corto plazo
En este caso, los bancos dispondrían de papel comercial de calidad que, debido a la inestabilidad de los mercados financieros, serían incapaces de descontar. La función del plan consistiría en adquirir ese papel comercial a corto plazo para permitir que las entidades de crédito atiendan sus deudas a corto como los depósitos a la vista.
b) Dificultad para refinanciarse a largo plazo
En este supuesto, los bancos y cajas carecen de fondos de maniobra suficientes para atender sus deudas a corto plazo, de modo que el Gobierno les refinanciaría su deuda a corto plazo con otra a largo plazo. Dicho de otro modo, el Tesoro se subrogaría durante un plazo de tiempo más o menos prolongado en la posición de deudor a corto plazo de los bancos dando el tiempo suficiente a que las viables pero ilíquidas inversiones y préstamos tengan tiempo de madurar.
c) Problemas de solvencia
La última posibilidad es que el plan trate de limpiar los balances de las entidades de crédito mediante la concesión de créditos que el Gobierno presume implícitamente que nunca van a recuperarse pues los activos que habrían de garantizar su repago son en realidad incobrables o están significativamente sobrevalorados en los balances. Es decir, el Ejecutivo trataría de recapitalizar a los bancos y cajas que estuvieran sufriendo importantes pérdidas que amenazaran con abocarles a la quiebra.
Desde un punto de vista económico, la primera opción sería la que más podría justificar la intervención económica. Tendría escasos riesgos y una alta probabilidad de triunfar, y no requeriría de personas con una elevada preparación técnica: prácticamente cualquier banquero sabe distinguir entre el papel comercial de buena calidad (emitido sobre una transacción comercial segura) y el de mala calidad (las letras financieras cuyas opciones de pago se limitan al roll-over de las mismas letras).
La segunda posible finalidad del plan (refinanciar la deuda a corto plazo por deuda a largo plazo) resultaría bastante más complicada y arriesgada. En principio, la intervención podría estar justificada desde un punto de vista económico si se dirigiera a evitar que los bancos liquidaran y recortaran el crédito a negocios viables. Sin embargo, esta opción implica distinguir entre empresas que deberán rescatarse y empresas que deberán dejarse quebrar. Por eso, las cautelas y los controles deberían ser máximos.
Para empezar, resultaría imprescindible que la valoración de las empresas y el análisis sobre su viabilidad a largo plazo cuenten con el asesoramiento de expertos en inversión en valor (value investment) y con economistas de la Escuela Austriaca. Sólo ellos disponen de los instrumentos teóricos necesarios para distinguir entre buenas y malas inversiones según su capacidad para generar valor a largo plazo.
Los expertos en value investment aportan las herramientas para conocer qué activos empresariales están sobrevalorados y cuáles por el contrario están infravalorados y serán capaces de generar abundantes flujos libres de caja en el medio y largo plazo. Los economistas de la Escuela Austriaca ofrecen un marco teórico sólido sobre cuál va a ser la evolución futura de la crisis, a qué sectores empresariales afectará en mayor medida y cuáles deberían ser las condiciones institucionales para que ciertas compañías experimentaran una más rápida recuperación en su creación de valor.
De este modo, se facilitaría que las buenas empresas siguieran en pie y las malas se liquidaran, tal y como requiere todo período de ajuste económico.
Además, la operación debería financiarse, en todo caso, con emisiones de deuda del Estado a largo plazo, pues de lo contrario el Estado estaría incurriendo en una peligrosa operación, endeudarse a corto e invertir a largo, que es la que, precisamente, nos ha conducido a la situación actual al ser usada por bancos y demás inversores. La captación de ahorro requiere de una cierta estabilidad para dejar madurar las inversiones sin que el deudor (el Estado) confronte un riesgo de refinanciación de su deuda a tipos de interés mucho más elevados.
En este sentido, convendría plantearse la posibilidad de una amnistía fiscal para el dinero negro que se destine a adquirir estas emisiones de deuda pública, de modo que afloraran ciertos volúmenes de ahorro de los que no tienen constancia las estadísticas oficiales y que resultan imprescindibles para reconducir el rumbo de la economía.
En tercer lugar, el riesgo de abuso de poder en esta estrategia es enorme. Al fin y al cabo, el Gobierno y la Dirección General del Tesoro deberán decidir qué empresas deberán reflotarse y qué compañías tendrán que quebrar. Esto constituye el caldo de cultivo perfecto para el amiguismo, la corrupción y la redistribución masiva de la renta.
Por ello es imprescindible activar todos los controles posibles para que los créditos estatales se concedan con criterios económicos solventes y no con criterios políticos.
Entre las medidas que resultan recomendables para controlar la ejecución política del plan destacan, por un lado, la publicación de todos los datos de las operaciones (cuantías del crédito, garantías, destinatarios del crédito y plazo de devolución) y, por otro, la responsabilidad penal de los gestores públicos que malversen estos fondos.
Por último, cabe la posibilidad de que el plan no tenga como finalidad refinanciar la deuda de los bancos, sino recapitalizarlos mediante la adquisición de activos a precios sobrevalorados.
Esta opción sería realmente desastrosa, ya que impediría el necesario ajuste que, en estos momentos, necesita la economía. Las malas empresas y las malas inversiones se consolidarían y perpetuarían simplemente por decisión política. En este caso, el plan de rescate ni siquiera tendría lógica desde una perspectiva económica, por lo que debería contar con un frontal rechazo por los partidos políticos responsables.
Habida cuenta de las distintas opciones a las que puede dirigirse el plan y, sobre todo, de las diferencias en su implementación que requiere cada una de estas opciones, resulta imprescindible antes que nada aclarar cuál es la finalidad auténtica de los 30.000 millones de euros y, una vez dado este paso, seguir cualquiera de los criterios arriba apuntados.
Grosso modo, la propuesta del Gobierno puede ir destinada a solucionar tres problemas de las entidades de crédito:
a) Dificultad para refinanciarse a corto plazo
En este caso, los bancos dispondrían de papel comercial de calidad que, debido a la inestabilidad de los mercados financieros, serían incapaces de descontar. La función del plan consistiría en adquirir ese papel comercial a corto plazo para permitir que las entidades de crédito atiendan sus deudas a corto como los depósitos a la vista.
b) Dificultad para refinanciarse a largo plazo
En este supuesto, los bancos y cajas carecen de fondos de maniobra suficientes para atender sus deudas a corto plazo, de modo que el Gobierno les refinanciaría su deuda a corto plazo con otra a largo plazo. Dicho de otro modo, el Tesoro se subrogaría durante un plazo de tiempo más o menos prolongado en la posición de deudor a corto plazo de los bancos dando el tiempo suficiente a que las viables pero ilíquidas inversiones y préstamos tengan tiempo de madurar.
c) Problemas de solvencia
La última posibilidad es que el plan trate de limpiar los balances de las entidades de crédito mediante la concesión de créditos que el Gobierno presume implícitamente que nunca van a recuperarse pues los activos que habrían de garantizar su repago son en realidad incobrables o están significativamente sobrevalorados en los balances. Es decir, el Ejecutivo trataría de recapitalizar a los bancos y cajas que estuvieran sufriendo importantes pérdidas que amenazaran con abocarles a la quiebra.
Desde un punto de vista económico, la primera opción sería la que más podría justificar la intervención económica. Tendría escasos riesgos y una alta probabilidad de triunfar, y no requeriría de personas con una elevada preparación técnica: prácticamente cualquier banquero sabe distinguir entre el papel comercial de buena calidad (emitido sobre una transacción comercial segura) y el de mala calidad (las letras financieras cuyas opciones de pago se limitan al roll-over de las mismas letras).
La segunda posible finalidad del plan (refinanciar la deuda a corto plazo por deuda a largo plazo) resultaría bastante más complicada y arriesgada. En principio, la intervención podría estar justificada desde un punto de vista económico si se dirigiera a evitar que los bancos liquidaran y recortaran el crédito a negocios viables. Sin embargo, esta opción implica distinguir entre empresas que deberán rescatarse y empresas que deberán dejarse quebrar. Por eso, las cautelas y los controles deberían ser máximos.
Para empezar, resultaría imprescindible que la valoración de las empresas y el análisis sobre su viabilidad a largo plazo cuenten con el asesoramiento de expertos en inversión en valor (value investment) y con economistas de la Escuela Austriaca. Sólo ellos disponen de los instrumentos teóricos necesarios para distinguir entre buenas y malas inversiones según su capacidad para generar valor a largo plazo.
Los expertos en value investment aportan las herramientas para conocer qué activos empresariales están sobrevalorados y cuáles por el contrario están infravalorados y serán capaces de generar abundantes flujos libres de caja en el medio y largo plazo. Los economistas de la Escuela Austriaca ofrecen un marco teórico sólido sobre cuál va a ser la evolución futura de la crisis, a qué sectores empresariales afectará en mayor medida y cuáles deberían ser las condiciones institucionales para que ciertas compañías experimentaran una más rápida recuperación en su creación de valor.
De este modo, se facilitaría que las buenas empresas siguieran en pie y las malas se liquidaran, tal y como requiere todo período de ajuste económico.
Además, la operación debería financiarse, en todo caso, con emisiones de deuda del Estado a largo plazo, pues de lo contrario el Estado estaría incurriendo en una peligrosa operación, endeudarse a corto e invertir a largo, que es la que, precisamente, nos ha conducido a la situación actual al ser usada por bancos y demás inversores. La captación de ahorro requiere de una cierta estabilidad para dejar madurar las inversiones sin que el deudor (el Estado) confronte un riesgo de refinanciación de su deuda a tipos de interés mucho más elevados.
En este sentido, convendría plantearse la posibilidad de una amnistía fiscal para el dinero negro que se destine a adquirir estas emisiones de deuda pública, de modo que afloraran ciertos volúmenes de ahorro de los que no tienen constancia las estadísticas oficiales y que resultan imprescindibles para reconducir el rumbo de la economía.
En tercer lugar, el riesgo de abuso de poder en esta estrategia es enorme. Al fin y al cabo, el Gobierno y la Dirección General del Tesoro deberán decidir qué empresas deberán reflotarse y qué compañías tendrán que quebrar. Esto constituye el caldo de cultivo perfecto para el amiguismo, la corrupción y la redistribución masiva de la renta.
Por ello es imprescindible activar todos los controles posibles para que los créditos estatales se concedan con criterios económicos solventes y no con criterios políticos.
Entre las medidas que resultan recomendables para controlar la ejecución política del plan destacan, por un lado, la publicación de todos los datos de las operaciones (cuantías del crédito, garantías, destinatarios del crédito y plazo de devolución) y, por otro, la responsabilidad penal de los gestores públicos que malversen estos fondos.
Por último, cabe la posibilidad de que el plan no tenga como finalidad refinanciar la deuda de los bancos, sino recapitalizarlos mediante la adquisición de activos a precios sobrevalorados.
Esta opción sería realmente desastrosa, ya que impediría el necesario ajuste que, en estos momentos, necesita la economía. Las malas empresas y las malas inversiones se consolidarían y perpetuarían simplemente por decisión política. En este caso, el plan de rescate ni siquiera tendría lógica desde una perspectiva económica, por lo que debería contar con un frontal rechazo por los partidos políticos responsables.
Habida cuenta de las distintas opciones a las que puede dirigirse el plan y, sobre todo, de las diferencias en su implementación que requiere cada una de estas opciones, resulta imprescindible antes que nada aclarar cuál es la finalidad auténtica de los 30.000 millones de euros y, una vez dado este paso, seguir cualquiera de los criterios arriba apuntados.
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