Déficit democrático y ruina económica son desdoblados una y otra vez como si se tratara de cuestiones distintas. Y no son distintas: son la misma cuestión. Pero es conveniente separarlas para que la primera quede ahogada en interminables debates partidistas. Y la segunda se diluya en discusiones academicistas protagonizadas por agentes que a fin de cuentas viven y trabajan por y para el sistema.
Una vez se rodea la trampa, lo que nos encontramos es una simetría abrumadora entre déficit democrático y miseria social, tan proverbial que sólo resta un mínimo de lucidez y valentía para certificar que son imagen y reflejo de un mismo proceso de degradación. Cada vez que un gobierno occidental decide, sin encomendarse a Dios ni al diablo, echar mano del dinero del contribuyente para inyectarlo en el “sistema”, las democracias se tambalean con la misma violencia con la que, a renglón seguido, se generan nuevas ondas de pobreza que terminan invariablemente por impactar sobre las sociedades expoliadas. Es decir, el déficit democrático avanza en paralelo al endeudamiento de los Estados y viceversa, y el resultado final sólo puede ser uno: la ruina absoluta de los ciudadanos y la quiebra de los estados.
El capitalismo no es una ideología -por si no se han enterado quienes aún discurren por obra y gracia de determinados implantes– ni tampoco es el origen de los males. El origen está en el déficit democrático. Y desde ahí, el mal se extiende a gran velocidad a todas partes. El Libre Mercado se convierte en mercantilismo, y éste a su vez degenera en codicia y corrupción. La mentira se transforma en coartada del sistema, primero, en noticia, después, y finalmente en norma. Y los gobernantes de nuestras democracias pierden toda legitimidad. El pueblo es soberano, sí, pero la democracia no legitima en modo alguno el expolio masivo. El Estado existe para protegernos, no para incautarse de nuestros bienes por mucho que las facturas -que, por cierto, no hemos firmado- nos las vayan a girar a 12, 24 y 36 meses. Por más que se difiera en el tiempo, hacerlo es un golpe de estado en el que en vez de sacar los tanques a la calle, se endeuda a los ciudadanos hasta límites insoportables.
Cuando los gobernantes pierden toda legitimidad al superar los límites de su mandato y los Estados dejan de cumplir con su cometido para pasar a ser sistemas agresivos y totalitarios, el ciudadano tiene el derecho y el deber de resistencia. La democracia no es un sistema que consagre el poder absoluto por la vía del voto cada cuatro años a unas listas cerradas y bloqueadas. Y tampoco puede entenderse como un sistema de gobierno expansivo, mediante el que la sociedad civil firma cheques en blanco a las castas políticas, sean del signo que sean. Ante crisis formidables como la presente, el sentido común, el instinto de supervivencia y el principio de prudencia tienen su lugar natural en la sociedad civil, puesto que ésta reacciona directamente en base a la realidad del entorno y actúa en consecuencia con una capacidad de ajuste infinitamente mayor y más rápida que cualquier estructura superior, sujeta siempre a múltiples injerencias y a la intermediación de agentes interesados.
Por ello, para que la democracia sea un hecho y no mera coartada, tan fundamental es exigir la separación de poderes como tener una sociedad civil fuerte y reactiva. La representatividad no es monopolio de los partidos políticos, y menos aún cuando carecen de democracia interna, sino un bien que ha de custodiar la propia sociedad civil en todo momento, ejerciendo una vigilancia y una presión constante sobre cualquier decisión que vaya más allá de la mera gestión. Más claro aún: decidir el destino de 250.000 millones de euros del dinero de los contribuyentes, ya sea en forma de avales o aportaciones directas, no es una decisión exclusiva de la casta política, ni hay democracia que pueda legitimar semejante incautación de bienes. Y si nuestros gobernantes insisten en asegurarnos que ese es el único camino, argumentando la extrema gravedad de la situación, antes de entrar en ese debate, lo primero es exigirles a todos ellos la dimisión, lo segundo depurar responsabilidades y lo tercero regenerar nuestra democracias. Todo lo demás es seguir avanzando con paso firme en dirección al abismo.
* Javier Benegas es Vicepresidente y Secretario General de