España inicia 2009 con una severa recesión económica y una crisis político-institucional, que agudizan la desconfianza y el sentimiento de orfandad de nuestra sociedad. Pocos creen en la capacidad de la clase dirigente para capitanear la superación de los problemas, pero casi nadie aventura iniciativas que, sin ser taumatúrgicas, pudieran restaurar la confianza en que ha de basarse cualquier intento de recuperación del ánimo ciudadano. Y es posible que ello se deba, en gran medida, a la idea sacralizada por la clase política de que, una vez celebradas elecciones generales, todo es inamovible hasta la próxima convocatoria electoral.
Se niega así uno de los principios de la democracia, que es el del funcionamiento dinámico de las instituciones, entre las que se incluye el Parlamento, pero no sólo éste, para velar por el interés general, sustituyendo, en su caso, a los gobernantes, si se considera que no cumplen con sus cometidos.
La “democracia española” es un régimen político singular, que se funda en la desconfianza hacia la sociedad con la creación de un modelo partitocrático impermeable a los cambios y proclive al clientelismo: aunque cueste reconocerlo, el orden imperante es una versión actualizada de las viejas políticas caciquiles que han impregnado, sin solución de continuidad, casi toda la experiencia constitucional de España.
La tela de araña del tinglado institucional, acompañada por los resortes de que disponen los poderes públicos en un Estado moderno, por débil que éste sea, dota a los responsables políticos de una seguridad, que se ve incrementada por la paciencia y sumisión de la sociedad poco o nada exigente con sus derechos.
Es verdad que la realidad descrita se ha podido consolidar porque ha habido recursos sobrados, tanto internos como externos, para hacerla posible: desde la entrada en la Unión Europea en 1985 los diferentes gobiernos españoles han dispuesto de fondos públicos en cantidades desconocidas en España, una parte de los cuales se ha dedicado a la modernización de las infraestructuras del país y otra parte, nada desdeñable, se ha dedicado a nutrir los poderes emergentes de las regiones para construir una constelación de organizaciones cuasi estatales que no tienen similitudes con países cercanos al nuestro. España ha vivido su versión de los alegres años veinte, con un peligroso descuido de las virtudes tradicionales de la austeridad, la prudencia y la honradez en la gestión pública, también en la privada, que ahora se echan de menos.
El gigantesco endeudamiento que va a caer -ya está cayendo- sobre los hombros de los españoles por las decisiones de un gobierno heredero de muchas incurias anteriores, pero responsable de no haber previsto el alcance de la tormenta, es el gran aviso de que la política de pan y circo que domina la escena española toca a su fin, no sin resistencia por parte de sus principales protagonistas. En estos días estamos asistiendo al espectáculo del reparto de la financiación autonómica en el que todos reciben del jefe del gobierno seguridades de que lo suyo va bien. Eso me recuerda a aquella anciana tía que, en su última enfermedad, recibía a sus sobrinos y a cada uno de ellos le decía “todo será para ti”, y a su muerte se armó la de Dios es Cristo en la familia.
Nadie desea eso para España y sería muy lamentable que las reacciones se produjeran cuando asomen desórdenes públicos, por el agravamiento de la crisis social. Nuestra sociedad, por experiencia histórica y educación, probablemente no asumiría ni el 20% de los desórdenes que se han vivido en otros países, casos de Francia o Grecia, sin caer en la tentación autoritaria. La cruz de nuestra escasa experiencia democrática es la facilidad con la que puede prender cualquier propuesta que culpe injustamente al orden democrático de los males que nos afligen.
En un sistema democrático normal la salida a una situación como la descrita sería el cambio de gobierno o la convocatoria de elecciones anticipadas, pero esta segunda opción, con el modelo actual, supondría un alargamiento innecesario de la enfermedad que nos aqueja.
Por ello, convendría que las instituciones del régimen iniciasen su apertura, colaborando a la constitución de un gobierno, cuyos cometidos fundamentales serían la gestión de la crisis económica y la propuesta de las reformas constitucionales y electorales necesarias para superar la esclerosis política, convocando elecciones en un plazo máximo de dos años. De esta forma se iniciaría el camino de devolución de la soberanía a los españoles, para lograr la verdadera regeneración democrática.
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