La influencia del Estado de Partidos, instalado como expediente provisional tras la derrota del fascismo y mantenido por las exigencias extramorales de la guerra fría, ha sido nefasta para la posibilidad de verdad y libertad en la vida pública. La partitocracia no es una modalidad de la democracia, ni una manifestación institucional de la libertad politica, sino la negación formal de ambas.
La conversión de los partidos en órganos estatales, en sustitución del Partido Único, su condición de agentes exclusivos de un Estado sin separación de poderes, ni representación de los electores, han provocado la degeneración politica de la autoridad estatal y la destrucción moral de la sociedad civil. Aunque el modelo italiano sea más infame que su copia española, en ésta se inscribieron los mismos genes originarios de la anticonstitucionalidad del poder político y de la constitucionalidad de la corrupción cultural.
En estas elecciones italianas -el voto, además de ser obligatorio y de ocupar el tiempo de dos días, es susceptible de compra por las mafias del sur-, se ha visto hasta donde puede llegar la podredumbre mental de los intelectuales de la partitocracia. Uno de los más miserables, el famoso Giovanni Sartori, premio Príncipe de Asturias, cuyos textos se enseñan en las Universidades españolas, pidió seriamente a los electores, en Il Corriere della Sera, que ejercieran el “voto disjunto”. Es decir, que un mismo elector votara a un partido para la Cámara y al partido contrario para el Senado. Como ambos órganos tienen los mismos poderes legislativos, esa esquizofrenia del voto dispar llevaría a un empate que obligaría a legislar y gobernar por consenso. El demencial voto disjunto no solo atenta a la indivisibilidad del voto, uno de los pilares de la representatividad, sino a la integridad de la propia conciencia ciudadana del elector.
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