Roberto Velasco escribe en El Comercio, vía Reggio, sobre la economía sumergida, y el artículo no tiene desperdicio.Todos los estudios que pretenden calcular la parte de la renta nacional que cada año se oculta a la Hacienda Pública, es decir, la vulgarmente llamada economía sumergida, tienen dos características comunes. La primera es que sus patrocinadores son siempre fundaciones privadas, universidades u organismos internacionales, nunca las Administraciones responsables de recaudar los impuestos; estas últimas practican un escapismo perfectamente entendible, porque los escandalosos resultados de las investigaciones más fiables pueden mostrar a las claras su ineficacia o su indolencia en la persecución de los defraudadores, o ambas cosas a la vez, y tampoco es cosa de lavar en público la ropa sucia. La segunda característica compartida es la metodología, siempre conducente a estimaciones apoyadas en datos y signos externos relacionados pero indirectos, porque sólo muy raramente están los alérgicos a los impuestos dispuestos a reconocer su enfermiza condición.
Pues bien, varios equipos de economistas, que han desempeñado el papel de verdaderos 'espeleólogos' sociales de la Comisión Europea, el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) y varias universidades españolas y extranjeras, han descendido en los últimos tiempos hasta las cloacas del sistema con la intención de medir el flujo de algunos de los desagües fiscales del capitalismo de la Unión Europea. Y han tenido éxito, pues bajo la capa freática de la solidaridad, pero no lejos de la superficie, han descubierto un torrente muy caudaloso de PIB, que han identificado inmediatamente como economía sumergida, irregular o, más propiamente, golfa. Analizada concienzudamente la procedencia de los arroyos que alimentan el caudal general europeo, los buceadores científicos han coincidido en situar la economía sumergida española entre el 20% y el 23% del PIB, en niveles parecidos a los de Portugal y sólo superados por el 30% que se le atribuye a Grecia. La privilegiada posición que ocupamos en este ránking europeo, la persistencia en el fraude (los porcentajes parecen mantenerse en el tiempo) y los estudios monetarios que han concluido señalando a España como el paraíso terrenal de los billetes de 500 euros en (sospechosamente restringida) circulación han permitido que ocupemos una plaza en el podio y que nos distanciemos sobradamente de otras naciones europeas económicamente relevantes, como Francia, Alemania o Austria, en donde el trozo del Producto Interior Bruto oculto a la Hacienda apenas llega al 8%-10% del total. En esta circunstancias, ¿se extrañará alguien de que los países europeos con menos economía golfa sean los más desarrollados? ¿O de que las mayores bolsas de fraude existan en países con grandes bolsas de pobreza?
Los expertos señalan que detrás de la economía sumergida se esconde siempre un verdadero yacimiento de empleo ilegal, de parados que trabajan y otros misterios urbanos, terrenos todos ellos en los que también aspiramos en España a ganar la Champions League, la corona continental. Las medidas adoptadas últimamente en materia de mercado de trabajo, que incentivan el empleo legal a base de bonificaciones y subvenciones, están intentando aliviar este problema, lo mismo que los acuerdos alcanzados con países como Marruecos o Argelia para evitar el tráfico mafioso de personas; pero parece evidente que la enorme importancia de la economía sumergida española, estimada en más de 200.000 millones de euros anuales, ha provocado en los últimos años y sigue ejerciendo hoy un potente 'efecto llamada' para la inmigración ilegal y el consiguiente empleo irregular. Los inmigrantes, se ha dicho en las últimas semanas, «eligen España por su economía sumergida, porque saben que se permite trabajar sin contrato laboral y que encontrarán empleo». Los políticos en el poder no se cansan de destacar los positivos efectos económicos de la incorporación al mercado laboral de millones de inmigrantes, y tienen razón, pero los procesos de inmigración descontrolados, como el nuestro, esconden mil problemas que pueden recrudecerse y aparecer todos juntos cuando el esta vez largo ciclo económico favorable de la economía española desfallezca y se abra paso un ciclo recesivo; una situación que llegará porque, contra lo que algunos puedan creer, una experiencia de siglos demuestra que los ciclos económicos no son simples ensoñaciones de cuatro economistas académicos.
La existencia de vida más allá del fisco no es precisamente una novedad, ni lo es tampoco que buena parte de ella se oculta tras las bambalinas de la moda, la transmisión de inmuebles, los servicios de hostelería, los alquileres, los aperos de labranza y la horma de los zapatos, por no citar las redes 'malayas' ni a muchos profesionales curiosamente llamados autónomos o 'libres' que están en la mente de todos. Lo que puede ser muy mala noticia es la aceptación social de su inevitabilidad y, sobre todo, la peligrosa difusión de la falsa idea de que la economía en negro permite a las empresas escapar de las rigideces de la economía formal para crear empleo y riqueza allá donde, de otro modo, no se generarían ni uno ni otra. Dicho de manera más cruda, no es aceptable que se acuse a la 'agobiante presión fiscal' de ser la principal, cuando no la única, responsable de la inmensa bolsa de fraude existente en España. Esa y otras disculpas no son sino burdas coartadas morales que se ofrecen a los insolidarios por si, en un momento de grave descuido, les asaltan sentimientos de culpa o de simple responsabilidad social.
La buena salud de la economía irregular es un grave problema social, aunque las autoridades miren en ocasiones para otro lado o practiquen esa diversión del ánimo que es el distraimiento. En efecto, hace ya más de dos décadas que los economistas vienen demostrando algo que siempre ha pregonado el sentido común: que el fraude, los pagos ilícitos, el blanqueo de capitales y la corrupción en general minan las instituciones democráticas, malean el comercio y las inversiones directas internacionales, además de entorpecer la cooperación, reducir la calidad de los servicios y atentar contra la función redistributiva del Estado. Razones de peso todas ellas para justificar la destrucción de las bolsas subterráneas de fraude o, cuando menos, un amplio descosido de las mismas. En cualquier caso, algo habrá que hacer porque, como dice un proverbio chino, siempre es mejor encender una vela, por pequeña que sea, que maldecir la oscuridad.